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En los últimos años la discusión sobre el delito ha dado un peso cada vez mayor a los delitos cometidos por empresas y, por lo tanto, al tema aquí tratado: la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
Numerosos autores han ido apreciando como el Derecho penal contemporáneo ha adoptado tendencias expansivas: una facilidad cada vez mayor para la creación de nuevos delitos y nuevas formas de imputación, entre otros efectos.
Ni falta hace que nos remontemos al movimiento de «Law and Order» de la década de los 70: basta con echar un vistazo al panorama más actual.
Este fenómeno cuenta con múltiples explicaciones tanto a nivel criminológico como a nivel político-criminal. Por un lado, vemos que han aparecido nuevas tecnologías, que a su vez han acarreado nuevas formas de criminalidad. Por otro lado, nos encontramos a una sociedad sobresaturada de información pero que, curiosamente, se halla cada vez menos informada.
Y, por último, nos encontramos ante agrupaciones de personas que pueden cometer graves delitos y, al tratar de perseguirlas, resulta muy difícil determinar al culpable real.
Comenzaremos con una breve introducción, pero primero aclaremos qué entendemos por el concepto anunciado:
La responsabilidad penal de las personas jurídicas es la atribución de consecuencias penales a aquellas conductas protagonizadas por, precisamente, personas jurídicas: entidades u organizaciones constituidas por varias personas que persiguen un fin determinado.
Uno de los productos de la «expansión» advertida en la introducción es la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
En efecto, «criminalidad de los poderosos» es un fenómeno magnetizador de una gran atención mediática.
Con el impacto de la globalización económica los crímenes contra el patrimonio se cubren de notoriedad, y se hace patente la falta de regulaciones legales al respecto.
Los actos criminales provenientes de los «poderosos» parecen experimentar una beneficiosa deficiencia de respuestas jurídico-penales. Esto es, la sociedad se lleva la impresión de que una serie de actos terriblemente perjudiciales tienen lugar con total impunidad. Y, ciertamente, no van del todo equivocados: se trata de delitos en los que es muy difícil capturar al culpable real (Silva, 2001:82-83).
De ahí que la responsabilidad penal de las personas jurídicas se haya configurado con un problema social de necesaria solución.
En este sentido, se ha llegado a afirmar que el 80% de los delitos económicos provienen de personas jurídicas (García, 1998). La estructura empresarial, basada en la división del trabajo, facilita que las decisiones de uno sean ajenas a las de otro:
«Una distribución jerárquica de sus órganos provoca una considerable atomización de la toma de decisiones, de modo que cada uno de los intervinientes puede ser totalmente ajeno a las aportaciones de los restantes» (García, 1998).
El resultado, sigue apuntando el texto citado, es la «práctica imposibilidad de localizar a los responsables individuales».
Tiedemann hace una advertencia similar. La división del trabajo, dice, «conduce a un debilitamiento de la responsabilidad individual». Además, provoca que la responsabilidad sea derivada a las personas jurídicas, en lugar de las individuales (Tiedemann, 1997).
Se pueden enlistar como nocivos los siguientes factores:
- La capacidad delictiva de las empresas.
- El impacto socioeconómico que esta actividad puede tener.
- La notoriedad mediática que llegan a alcanzar.
- La dificultad de capturar al responsable real o de individualizar la pena.
- La complejidad existente en el seno de las empresas, que dificulta el trabajo de los tribunales, carentes de medios o conocimientos técnicos.
Ante semejante escenario, se ha tratado de redirigir las corrientes legislativa y doctrinal fuera de la clásica premisa «societas delinquere non potest». De este modo, tanto la ley como las teorías se han moldeado de forma tal que la empresa pueda encajar dentro de la teoría del delito.
Tal y como apunta Dannecker (2001):
«Cuando hechos materialmente injustos permanecen sin pena, al Derecho le abandona su carácter de institución social necesaria y se corre el peligro de que las categorías fundamentales de la justicia y de la injusticia se tambaleen».
A nuestro parecer, es un riesgo plausible que el Derecho pierda su carácter de necesario. No obstante, debe ser remarcado lo discutible de emplear una noción abstracta de justicia como un argumento. Es dudosa la solidez de una teoría cuyos cimientos se asientan sobre un firmamento metafísico. Sin embargo, lo cierto es que de esta premisa se derivan varias teorías mucho más robustas.
En nuestro escrito sobre el retribucionismo penal exponemos brevemente el análisis de McTaggart sobre la teoría hegeliana, que recalca (y luego critica) el valor del castigo como forma de expresión de la ley moral.
Aunque lo más semejante a una vertiente material del ideal de justicia es la teoría de la credibilidad moral de Robinson: el Estado perdería toda credibilidad si dejase de castigar aquellos crímenes que la sociedad estimase injustos o merecedores de pena.
Dannecker, por último, afirma que únicamente a través de la pena se puede lograr que las personas jurídicas adopten medidas internas destinadas a lograr una ética empresarial adecuada (Dannecker, 2001).
Con ello entraríamos a un motivo segundo por el cual responsabilizar penalmente a las empresas. Además de cumplir los fines de la pena, se busca impulsar que estos sujetos de derecho respeten una serie de deberes de control y de vigilancia.
En suma, y valga lo dicho a modo de introducción, las personas jurídicas son sujetos que forman parte de la realidad social, que tienen una gran capacidad de dañar a la sociedad y que, por tanto, se concluye que deben ser responsables de sus actos.
Evidentemente, los actores directos son las personas físicas que forman parte de la estructura empresarial. Así, como se verá más adelante, una de las cuestiones que requiere ser resuelta es cómo se atribuye la responsabilidad de una persona a otra.
A continuación, se hará un sucinto repaso de la empresa como sistema autorreferencial y social, para luego poder entrar en la teoría jurídica del delito y en los modelos de atribución de responsabilidad.
Si el lector ha llegado aquí queriendo un análisis más directo y de menor profundidad, le recomendamos que avance al siguiente apartado.
Comenzar por los fundamentos implica observar cómo funcionan las comunicaciones intraempresariales, cómo se determina una cultura empresarial delictiva y cómo la asociación se relaciona con el exterior.
Un sistema autopoiético es aquel que se produce a sí mismo.
Por tanto, ostenta las características de «autonomía, autoadministración, autoconducción y autoorganización». Se trata, en suma, de concebir a la empresa como un sistema cuyo nivel de autonomía es tal que permite afirmar la responsabilidad de la misma (Gómez-Jara, 2006).
Es abusar de esta libertad lo que justifica la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
La empresa es un sistema autopoiético social, a saber, que se compone por comunicaciones.
Con «comunicaciones» se hace referencia a «decisiones» y a la «comunicación de decisiones» (Gómez-Jara, 2006). La toma de una decisión siembra las bases necesarias para una decisión ulterior, que a su vez observa la anterior para orientarse.
La consecuencia más destacable de este sistema organizativo es la independencia existente entre el sistema organizativo y los miembros concretos. La condición de miembro es controlada a través de criterios internos, con absoluta indiferencia hacia el entorno. Por tanto, los mismos miembros modifican las normas de la organización.
Los individuos que conforman la empresa irán cambiando a lo largo del tiempo, pero la organización conservará siempre su identidad (Gómez-Jara, 2006).
Gómez-Jara (2006), a quien hemos ido citando a lo largo de este apartado, habla de «clausura operativa» al referirse al proceso cerrado en el que una decisión sienta las premisas necesarias para la decisión posterior.
Tal y como se exponía en la entrada sobre el funcionalismo penal, la complejidad existente en las sociedades actuales conlleva un elevado grado de inseguridad: uno no sabe qué puede esperar o dejar de esperar del resto de personas. Ante esta tesitura, deviene necesario encontrar un medio para asegurar las expectativas, esto es, para minimizar los efectos de antedicha complejidad. Concluíamos, entonces, que el Derecho penal se configuraba como el instrumento ideal para alcanzar tal objetivo.
Bien, a la responsabilidad penal de las personas jurídicas le es debida una explicación similar:
Las «premisas de decisión sientan las bases para un número indeterminado de otras decisiones», y así permiten reducir la inseguridad y complejidad a la que se enfrentan las organizaciones. Partiendo de estas «premisas», las «decisiones» podrán definirse como conformes o disconformes, o tenidas en cuenta o no tenidas en cuenta (Gómez-Jara, 2006).
Finalmente, las premisas de decisión definen el código de la empresa. Al ser estas disponibles –alterables–, el código puede ser igualmente modificado.
Niklas Luhmann, quien formula la teoría general de los sistemas sociales, afirma que (cit. por Gómez-Jara, 2006):
«La cultura empresarial es el complejo de premisas de decisión no decidibles en una organización empresarial».
Se trata de premisas identificadoras, que diferencian a la empresa de otros sistemas de su entorno. No se establecen por decisiones, de modo que el control de las mismas depende de la propia organización empresarial.
Esta cultura «son los valores de la organización acuñados por la historia del sistema organizativo». Es indiferente que los individuos estén de acuerdo con esta cultura, lo relevante es que la comunicación tenga lugar de forma favorable a ella (Gómez-Jara, 2006).
La cultura puede ser cambiada, aunque no a través de una orden directa o un decreto.
Con todo, es necesario hacer ver que los peligros asociados a la empresa no provienen del titular de la empresa, «sino del sistema social empresarial» (Dannecker, 2001):
Las empresas «actúan en el tráfico económico como titulares de valores patrimoniales, persiguen fines propios, tienen una propia corporate identity y son capaces de motivación».
Como sucintamente observa Tiedemann, la acción se halla siempre ligada al comportamiento humano (Tiedemann, 1997)
Las personas jurídicas, en un sentido jurídico-penal, no tienen capacidad de acción.
La acción es un «comportamiento físico presidido por elementos psicológicos» (García, 1998), esto es, una decisión tomada de forma voluntaria que implica la realización de una actividad motora.
Este razonamiento, por muy lógico que parezca, no es inquebrantable. Dannecker trata de demostrarlo exponiendo su propia postura:
Como se venía diciendo, las personas jurídicas son sujetos autónomos que forman parte de la realidad social. Para este autor, la responsabilidad por la actuación debería tomar como fundamento las deficiencias del sistema («organización defectuosa o ética empresarial viciada»), y el consecuente resultado antijurídico. Las empresas, como destinatarias de deberes jurídicos, tienen la posibilidad tanto de cumplirlos como de vulnerarlos (Dannecker, 2001).
Por tanto, su capacidad de actuación se reflejaría en las potestades organizativas y éticas que sí poseen.
A este respecto debe ser repetido lo dicho acerca de la división de trabajo y la dificultad de individualizar al responsable. La realización de un acto ocurre tras una serie de actividades «ejecutivas y resolutivas», las cuales se hallan disociadas las unas de las otras (García, 1998).
Las personas jurídicas no tienen capacidad de culpabilidad. Por un lado, porque la culpa es un reproche ético o moral proveniente del hombre, y que en el caso de las agrupaciones quedaría excluido (Tiedemann, 1997).
Por otro lado, porque la culpabilidad se basa en la imputación subjetiva a autores individuales (García, 1998).
Dannecker, contrariamente a lo expuesto, considera que esta categoría es extensible a las personas jurídicas. La culpabilidad, sostiene, debe referirse al injusto. Si este viene caracterizado por un sistema deficiente, la culpabilidad residirá en «no haber creado las condiciones necesarias para la realización del injusto». Adicionalmente, las sociedades sí pueden someter sus fines a «exigencias éticas», y «organizarse conforme a las mismas» (Dannecker, 2001).
No ha habido mucho optimismo sobre este tema. Así, Tiedemann sostiene que las agrupaciones no pueden estar sujetas a «penas criminales con la finalidad a la vez preventiva como retributiva» (Tiedemann, 1997).
En semejante sentido ha sido afirmado que la retribución se basa en la culpabilidad (categoría que dícese ser ajena a las personas jurídicas), y que las prevenciones general y especial solo pueden ejercerse sobre personas físicas. La intimidación o la resocialización, se razonaría, buscan una actuación psicológica sobre el sujeto pasivo. Si este sujeto carece de psique, mentada actuación deviene imposible (García, 1998).
Lo cierto es que una de las premisas de las que esta postura parte es el libre albedrío del sujeto castigado. Aquél que actúa libremente debe atender a las consecuencias de sus actos, pues así lo dicta un imperativo de justicia.
Dannecker no encuentra dificultades en la aplicación de penas retributivas sobre personas jurídicas. Desarrolla que las empresas tienen la capacidad de vulnerar las normas de comportamiento y ser responsables por ello. Por tanto, es natural que deban ser destinatarias de «la censura social ligada a la sanción». Esta sanción garantiza tanto la vigencia de la norma como la «seriedad» del Estado al punir (Dannecker, 2001).
Nos permitimos recordar, sin embargo, que el retribucionismo no pretende ir más allá de la justicia (Kant), o del restablecimiento del derecho (Hegel). Ello debe entenderse en el sentido de que cualquier finalidad ajena supone una instrumentalización del hombre o un atentado contra su dignidad u honor. El recalcar la vigencia de la norma o «la seriedad de la pretensión punitiva» suena más bien a fines de naturaleza preventivo-general positiva.
Esta humilde contestación a la postura de Dannecker, advertimos, no es del todo acertada. Efectivamente, está omitiendo que una de las interpretaciones dadas a la teoría retribucionista hegeliana sí incluye como finalidades la expresión de la ley moral. De un modo similar, Robinson alude a la credibilidad del Estado para explicar que ella depende de que los crímenes injustos o merecedores de pena sean castigados. El lector habrá notado que estos dos posicionamientos ya han sido expuestos previamente.
En esta presentación sobre el retribucionismo se exponen sus principales aspectos en un pase de diapositivas: la teoría retributiva.
Brevemente, recordamos que la prevención general busca inculcar los valores del sistema en la población y/o restablecer la confianza en la norma (vertiente positiva), o intimidar a criminales en potencia (vertiente negativa).
Sobre este aspecto mostramos nuestro acuerdo con Dannecker (2001). Si bien es cierto que esta finalidad versa sobre aspectos propios de la psicología humana (la integración de valores o la capacidad de ser humano), puede ser interpretado de una forma tal que abrace entes faltos de esta capacidad (como las personas jurídicas).
Como se ha ido viendo durante este escrito, las empresas tienen una cultura y unos valores determinados. Creemos que estos sí pueden reforzados a través del castigo penal.
Lo mismo es decible acerca de la intimidación. Las personas jurídicas pueden responder ante eventos ocurridos fuera del ámbito interno. Ver a otras organizaciones sufrir las consecuencias de una mala estructura puede ser un buen incentivo para aquellas que tengan intención de seguir camino igual.
La prevención especial puede pretender reintegrar o resocializar al delincuente (vertiente positiva) o intimidarlo para que se aleje de la delincuencia y, si ello no funciona, inocuizarlo (vertiente negativa).
Estas dos finalidades buscan una actuación psicológica sobre la persona recibidora de la pena (García, 1998), por lo que en principio no debería ser extrapolable a las personas jurídicas.
A pesar de ello, no parece muy difícil imaginar una persona jurídica respondiendo adecuadamente a la prevención especial negativa. La carencia de psique no impide que la organización pueda entender los riesgos potenciales de repetir una actuación delictiva, cuando se sabe que ello podría llevar a su propia desaparición o ulteriores penas.
Un castigo semejante podría mover a los representantes a crear las condiciones necesarias para que la cultura empresarial se moldee a los principios buscados por el derecho.
El efecto resocializador genera alguna duda adicional, hasta el punto en que no nos atreveríamos a exponer ningún argumento a su favor.
Sobre las teorías preventivas, en sus vertientes general y especial, disponemos de un pase de diapositivas que resume los principales puntos de ambas: teorías preventivas.
Para imputar un ilícito y, consiguientemente, responsabilizar penalmente a una persona jurídica, necesitamos de tres elementos:
a) Un hecho punible.
b) Una conexión de antijuricidad entre el hecho punible y una cultura u organización empresarial viciados.
c) Que el fallo organizativo sea debido a una conducta dolosa o imprudente.
Todo el preámbulo que precede a este apartado tiene como fin explicar por qué una persona jurídica debería ser responsable penalmente de los actos de un órgano representativo. La siguiente observación versa sobre el cómo: cómo a partir del acto de una persona física se obtiene la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
«Presupone la comisión de un hecho delictivo completo por una de las personas físicas integradas en su seno, normalmente por alguna de las que integran sus órganos o la representan. Según tal modelo, la responsabilidad por este hecho delictivo se transfiere a la persona jurídica» (Silva, 2006).
Se «atribuye» la actuación delictiva realizada por una persona física que integra la empresa, a esta última. Normalmente se tratará de actos llevados a cabo por los órganos representativos o administrativos.
Como sigue apuntando Silva, este modelo va parejo a la doctrina de la «identification doctrine». Cuando la persona física que efectúa el acto es la mente y voluntad dirigentes de la compañía («directing mind and will of the company»), es aceptable sancionar directamente a la persona jurídica por aquella conducta.
El acto puede haber sido cometido de forma activa o por omisión, cuando se omiten los deberes de «vigilancia, de coordinación o de selección» (Silva, 2008).
El modelo por atribución no está exento de problemas:
No se puede transferir la faceta subjetiva del administrador a la persona jurídica. El único sustento de este modelo sería, pues, la responsabilidad objetiva. Ello no es compatible con una «imputación penal regida por el principio de culpabilidad por el hecho propio» (García, 2012).
Además, podría hablarse de una vulneración del principio non bis in ídem. Por el mismo hecho, responden dos personas: tanto el responsable como la empresa.
Este modelo elude la realización de transferencia alguna.
«Es una responsabilidad de estructura anónima en cuanto a la intervención individual, aunque, de todos modos, resulte compatible con la atribución de responsabilidad individual a la persona o personas físicas que realizaren directamente la actuación delictiva» (Silva, 2006).
En efecto, este modelo hace responsable a la persona jurídica de un hecho que se considera propio de la misma empresa. Esta suerte de culpabilidad radica en las deficiencias organizativas de la asociación, cuando no ha aplicado las medidas de seguridad necesarias. Por tanto, el estribo de esta responsabilidad sería una «omisión» (García, 2012).
Se ha objetado que, a la práctica, la defectuosa organización resulta de una actuación indebida por parte de los órganos administrativos de la empresa. Ello nos llevaría de vuelta al modelo de atribución. Sin embargo, con este razonamiento se está presuponiendo que es «posible reconducir la forma de organización de la persona jurídica completamente a la decisión de un órgano de control o supervisión, lo que parece poco plausible».
En efecto, no parece del todo correcto asentir que todo deber de control resta únicamente sobre las espaldas de la administración.
Trataremos este último aspecto de forma sucinta, pues no es el objeto principal de esta entrada. La organización empresarial se plasma en un plano horizontal, basado en la división del trabajo; y en un plano vertical, basado en el principio de jerarquía (Galán y Núñez, 2018:31).
Tal y como se advertía unas líneas antes, ello resulta en que normalmente el autor material del acto ilícito y la persona ordenante son distintas. En otras palabras, el ejecutor inmediato pierde relevancia. Por motivos de política criminal, es sumamente importante responsabilizar al órgano representativo que ha dado las instrucciones para cometer el acto, o ha omitido los deberes de vigilancia de necesarios.
El aspecto más importante para determinar la existencia de coautoría no es que se intervenga en la ejecución del delito, sino que se tenga control o dominio sobre mentada ejecución (Galán y Núñez, 2018:33).
Esta consideración no interpone muchas dificultades al responsabilizar al representante de la empresa. Efectivamente, puede afirmarse la responsabilidad del órgano administrativo en su condición de superior jerárquico que se limita a «dar instrucciones y a dirigir el hecho ejecutado por otro» (Galán y Núñez, 2018:33).
En la autoría mediata alguien de atrás utiliza a otro como un instrumento para llevar a cabo su cometido.
Esta institución solo valdría para los casos en los que el subordinado no tiene ninguna responsabilidad por el acto que realiza materialmente (Galán y Núñez, 2018:33).
Ya se ha hecho alguna referencia a la comisión por omisión. Entendemos que el órgano administrativo puede ser responsable si omite los deberes de vigilancia necesarios, o si pudo y debió haber evitado la producción del ilícito (Galán y Núñez, 2018:34).
Nos ocuparemos de la regulación y la jurisprudencia pertinentes a la responsabilidad penal de las personas jurídicas en un artículo futuro. En todo caso, no hemos creído inapropiado mencionar qué artículos del Código Penal abarcan lo relativo a este tipo de responsabilidad.
Interesa anotar que la introducción de la responsabilidad penal de las empresas es relativamente reciente. El Código Penal integra este elemento en su reforma del 2010. Actualmente, la regulación viene provista por la reforma del 2015.
En los artículos 31 bis al 31 quinquies CP se establecen las reglas por las cuales se determina cuándo imputar la responsabilidad. El art. 33.7 CP determina las penas previstas, y el art. 66 bis CP señala cómo aplicarlas.
Las personas jurídicas son sistemas autopoiéticos o autorreferenciales, en el sentido de que se producen a sí mismos, como si de un cuerpo orgánico se tratase. En el seno de estas entidades se producen comunicaciones de distintos tipos: las decisiones y comunicaciones de decisión, que se fundamentan sobre las premisas de decisión; y las premisas no decidibles. Estas últimas contienen los valores o cultura de la empresa. No pueden determinarse a través de órdenes directas.
La responsabilidad penal de las personas jurídicas hace posible que los órganos representativos de estas tomen las medidas necesarias para orientar la cultura empresarial a los valores del sistema (desde una perspectiva funcionalista).
Las personas jurídicas tienen un importante papel en el plano óntico/real de la sociedad actual, y poseen una gran capacidad delictiva. Al ser unos de los principales protagonistas en los delitos de patrimonio, interesa que su conducta esté penada. Por tanto, cuando se cometen hechos ilícitos en el seno de la empresa, se procurará castigar a los responsables.
Ello podrá realizarse solo a través de modelos de atribución que permitan trasladar la responsabilidad por el hecho de una persona física a una jurídica.
Todo este razonamiento ha ido integrándose en el Código Penal español a través de una lenta evolución legislativa, que ha venido en parte impulsada por la mayoría de países modernos.
Nos quedamos con algunas preguntas de difícil respuesta. ¿Tiene sentido, realmente, responsabilizar penalmente a una entidad carente de psique o de cuerpo? ¿A la práctica no supone ello castigar al administrador responsable, como siempre? ¿Podría este tipo de responsabilidad ralentizar aún más la ya de por sí lenta justicia española?
Última revisión: 10/10/2020.
Dannecker, G. (2001). Reflexiones sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Revista Penal de la Universidad de Huelva (7), 40-54. Recuperado de: Rabida.uhu.es
Galán, A. y Núñez, E. (2018). Manual de Derecho penal económico y de la empresa. Valencia: Tirant lo Blanch.
García, M. (1998). Algunas consideraciones sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas. I Congreso hispano-italiano de Derecho Penal Económico, 45-56. Recuperado de: Ruc.udc.es
García, P. (2012). Esbozo de un modelo de atribución de responsabilidad penal de las personas jurídicas. Revista de Estudios de la Justicia (16), 55-74. Recuperado de: Universidad de Chile
Gómez-Jara, C. (2006). Autoorganización empresarial y autorresponsabilidad empresarial. Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, (8) 1-27. Recuperado de: Dialnet
Silva, J. M. (2001). La expansión del Derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales. Madrid: Civitas Ediciones.
Silva, J. M. (2008). La evolución ideológica de la discusión sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Derecho Penal y Criminología, (86-87), 129-148. Recuperado de: Dialnet
Tiedemann, K. (1997). Responsabilidad penal de las personas jurídicas. Coord.: Hurtado, J., 97-126. Recuperado de: Perso.unifr.ch