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A partir de cierto punto -que no puedo fijar cronológicamente ni atribuir a la lectura de algún texto significativo- comencé a preguntarme por qué, casi invariablemente, se define el derecho como “un conjunto de normas” (aunque aclarándose, casi de inmediato, que existen, además, derechos “subjetivos”, en todo caso, dependientes de aquél -dicen unos-, pero, en tanto y en cuanto se orienten a la realización de la justicia -dicen otros-): tal conjunto -o sistema- de normas constituye el derecho ‘objetivo’, conciden unos y otros.
En comentario a CARRIÓ, ha dicho Manuel ATIENZA -1984- que, de momento que el iusnaturalismo concibe un orden jurídico sólo en la medida en que éste consista en un conjunto de normas justas, puede afirmar, tautológicamente, que todo orden jurídico es, así, justo; la diferencia -“pseudo-desacuerdo”, según CARRIÓ- con el iuspositivismo, radica en el concepto que de “orden jurídico” tiene cada uno; pero ambos sostienen, a fin de cuentas, un punto de vista normativista.
Liminarmente, tomaré, casi al azar, algunas definiciones concretas del término “derecho”, debidas a algunos juristas dignos de mención.
Así, Guillermo BORDA (1999) define “derecho” (en general) como “el conjunto de normas de conducta humana obligatorias y conformes con la justicia”.
En particular, Sebastián SOLER (1992) define el “derecho penal” como “la parte del derecho compuesta por el conjunto de normasdotadas de sanción retributiva”, y BACIGALUPO (1999), implícitamente, conceptúa el mismo como “un conjunto de normas que amenazan con la aplicación de una pena la ejecución de determinadas conductas”.
A su turno, el “derecho comercial” ha sido definido como el“conjunto de normas jurídicas que regulan la materia comercial” (FONTANARROSA -1975-); a su vez, FONROUGE (1982) (indica que el “derecho financiero” “es el conjunto de normas jurídicas que regulan la actividad financiera del Estado en sus diferentes aspectos…”; ODERIGO (1975), por su parte, sostiene que el “derecho procesal penal es el conjunto de normas jurídicas reguladoras del proceso penal [incluyendo] las normas referentes a la creación y regulación de los órganos estatales que intervienen en el proceso penal”; etcétera. (En todos los casos, el subrayado en las citas, me pertenece.)
Por cierto, el iuspositivismo en general, pero, particularmente Hans KELSEN (1950) pone especial énfasis en señalar que “el derecho es un orden de la conducta humana…un conjunto de normas que tienen el tipo de unidad a que nos referimos cuando hablamos de un sistema” (el énfasis en la cita, me pertenece).
En fin, podríamos abundar en ejemplos; pero, queda claro que puede indicarse un extenso listado de autores que conceden a las normativas vigentes un rol definitorio del fenómeno jurídico, tanto los que se dedican a alguna “rama” del ordenamiento positivo, como a quienes se ocupan de una “teoría general” del derecho. (Desde ya que, aun admitiendo la existencia de ciertos “principios” jurídicos, de índole distinta a las normas -o “reglas”- propiamente dichas, con dinámica y criterios aplicativos propios -DWORKIN, 1993-, es innegable que su concreta aplicación al caso implica que ellos cuentan con una dosis de “obligatoriedad” y “positividad” pertinentes en la solución del mismo; de modo que esta circunstancia, en lo substancial, no afecta la concepción normativista en comentario.)
A su vez, incluso el iusnaturalismo, en sus variadas versiones (LUYPEN, 1968), sustenta sus tesis metodológicas en procesos deductivos a partir de principios “evidentes”, describiendo las reglas ideales que “deben” regir -según criterios axiológicos determinados (ALCHOURRÓN-BULYGIN, 1993): el derecho consistiría en tales principios y reglas.
De modo tal que, en ambas posiciones epistemológicas, el jurista operaría en el ámbito de las ciencias normativas, distinguibles de las ciencias empíricas y de las ciencias formales (ALCHOURRÓN-BULYGIN, op. cit.).
Sin embargo, existe suficiente evidencia científica para afirmar que tales enfoques resultan inadecuados a fin de determinar en qué consiste el derecho.
En efecto y en primer lugar, tanto las reglas (normas) como los principios jurídicos, constan en enunciados, es decir, conjuntos o secuencias de palabras con significado (Diccionario RAE, voz: “enunciado”); en tales términos, “el” derecho -y, aún más, un derecho- no puede consistir en enunciados.
Queda claro que por “derecho” entendemos algo más -y distinto- que una mera expresión lingüística contenida en una ley, un código, un decreto, etc., los que, compuestos por enunciaciones jurídicas, no pueden, entonces, ser considerados “derecho” en sí mismos, a tal punto que, en general, se los considera fuentes de derecho (CUETO RÚA, 1982) y, como es sabido, el agua mana de su fuente, pero ésta, en sí misma, no es agua.
No mejora la cosa, p. ej., sosteniendo la distinción conceptual entre derecho “objetivo” (el “derecho-norma”) y derecho “subjetivo” (el “derecho-facultad”) y la dependencia del segundo respecto del primero, de modo tal de afirmar la existencia jurídica de un derecho subjetivo sólo en la medida en que sea concedido o reconocido por el derecho objetivo (tesis sustentada, p. ej., por Hans KELSEN en el desarrollo de su teoría pura:
“El derecho subjetivo es, en resumen, el mismo derecho objetivo” (KELSEN, op. cit.).
Ello así de momento que, en todo caso, si se entiende el derecho como un “conjunto de normas (jurídicas)”, como se dijo, a la problemática planteada en el párrafo anterior -que reduce el derecho a términos esencialmente lingüísticos-, se le suma otro reduccionismo consistente en apocopar el derecho subjetivo al ámbito del derecho objetivo.
Entonces, aun sosteniendo la “coexistencia” de derechos, subjetivos y objetivos, correlativos, y que “los derechos subjetivos no pueden existir ‘antes’ que el derecho objetivo” de modo tal que ambos “existen concomitantemente” (KELSEN, op. cit.; el subrayado me pertenece), resulta conveniente, desde el punto de vista epistemológico, mantener el concepto de “fuentes del derecho”, a fin de no confundir tales criterios de objetividad -como los define CUETO RÚA (op. cit.)-, con los institutos jurídicos configurados por dichos estándares jurígenos (CONDOMÍ, 26/02/2018).
Así, las fuentes consisten en productos jurídicos tangibles (están en un “aquí y ahora”, se los ubica empíricamente en algún soporte), en tanto que los institutos jurídicos que surgen de dichas fuentes, son productos jurídicos intangibles (esto es, constructos “cuya existencia como tales remite al ámbito paraempírico” -CONDOMÍ, loc. cit.-), que devienen “visibles” en virtud de estar contenidos en aquellos estándares (lingüísticos), en todo caso -como se sabe- sujetos a interpretación (CONDOMÍ, 23/11/2017.
En tal sentido, no requiere demasiado esfuerzo demostrar que una fuente de derecho determinada -una ley, v.gr.- consistente en enunciados prescriptivos, cuya “realidad” puede ser comprobada empíricamente (constatando su existencia “fáctica” -o “cuasi” fáctica, si se prefiere-, mediante la lectura de la publicación legal en que consta la misma, p. ej.), puede ser “traducida” a lenguaje descriptivo sin incurrir en ningún tipo de falacia lingüística, afirmando, por caso: “en el Código Penal existe una norma n que prevé pena de encarcelamiento para quien comete homicidio”.
Basta con realizar la comprobación empírica indicada para confirmar o desmentir la verdad de tal aserto. Luego, la existencia de un enunciado prescriptivo (la norma n del C.P.) -paraempírica-, es afirmada (o negada) mediante la emisión de un enunciado descriptivo (“existe -o no- una norma n”, etc.) empíricamente comprobable-.
Sabido es que:
“los enunciados normativos constitutivos del orden jurídico están fundamentalmente expresados en términos provenientes o pertenecientes al lenguaje natural [sin perjuicio de verificarse una] tendencia a la tecnificación del lenguaje jurídico” (GÓMEZ-BRUERA, 1993).
No obstante, atribuir a “un conjunto de normas” el carácter de “derecho”, no parece adecuado pues, al ser una norma un enunciado prescriptivo -del que derivan, en general, consecuencias sancionatorias-, el derecho se limitaría, como se dijo, a un agrupamiento de estructuras lingüísticas, esto es, expresiones de tal índole, confundiendo, así, “forma” con “contenido”, es decir, la expresión con lo expresado.
En efecto, he sostenido, hace ya tiempo (CONDOMÍ, 17/04/1997), que “el derecho nunca puede confundirse con la norma, así como El Quijote, por ejemplo, no es [sino] las ideas e imágenes expresadas por el genio cervantino [las que] no son reductibles a palabras, sino que les preceden y trascienden” (CONDOMÍ, cit.), aun cuando esta obra se manifieste en lenguaje descriptivo de una ficción.
A su turno, los enunciados normativos (en sentido amplio) constituyen expresiones jurídicamente caracterizadas, cuyo sentido o contenido cognoscitivo debe ser aprehendido por sus destinatarios -operadores jurídicos en general, profesionales o no (CONDOMÍ, 2002-2), de modo tal de posibilitar la subsunción de un caso individual en el caso genérico al que accede (ALCHOURRÓN-BULYGIN, op. cit.), en términos de la referencia semántica de la expresión jurídica en que se enuncia éste (GÓMEZ-BRUERA, op. cit.); ello sin perjuicio de las vicisitudes propias del lenguaje, en especial del lenguaje natural -ambigüedad, vaguedad, textura abierta-, al intentar interpretar “qué quiso decir el legislador X, cuando dijo x” (CARRIÓ, 1968) -sin perjuicio de la complejidad propia de la hermenéutica en materia jurídica- (CONDOMÍ, 23/11/2017, cit.).
Ocurre que, si las palabras (símbolos) representan objetos, tanto físicos o materiales como inmateriales, reales o ideales (HOSPERS, 1965), éstos (lo expresado), en buena medida preexisten a aquéllas (expresiones).
En materia jurídica, resulta claro que la costumbre -en tanto fuente de derecho- es, básicamente, una conducta que se repite hasta crear la convicción comunitaria de su obligatoriedad (‘opinio iuris sive necessitatis’), de modo que, claramente -en tanto comportamiento que deviene en costumbre- preexiste a su enunciación como norma; a su turno, tratándose de “la ley” -en sentido genérico, como fuente de derecho “promulgada” (DAVIS, 1984)-, ella enuncia conductas posibles que preexisten, al menos en la mente del legislador -en sentido genérico-, quien las califica deónticamente, sin perjuicio de que puede tratarse de comportamientos ya preexistentes en el medio social a que ha de aplicarse la norma.
Probablemente, a este respecto, cobra sentido la concepción egológica de Carlos COSSIO (1963) al referirse al derecho no sólo como “conducta”, sino como conducta “compartida”, pero, además, como conducta regulada: no se trataría de la regulación de conductas, sino de conductas reguladas, siendo que la norma, así, consiste en un “pensamiento” de la conducta (un “deber ser” lógico) que, en la tesis fenomenológico-existencial de dicho autor, se proyecta como “deber ser” (existencial).
En términos del pensamiento complejo, puede enunciarse que -“la norma está en la conducta que está en la norma” (CONDOMÍ, 16/04/2020), circunstancia que se manifiesta en materia de interpretación, jurídica, tanto de la norma como de la conducta; y/o de la conducta a través de la norma (COSSIO), pero, también, de la norma a través de la conducta (CONDOMÍ, 23/11/2017, cit.).
Ha de tenerse presente, en particular, que el propio KELSEN (1969) -el “último” KELSEN- se ha manifestado en estos términos: “el positivismo jurídico sólo admite un saber del derecho positivo, esto es, el derecho creado mediante actos de voluntad de los hombres, mediante la legislación y la costumbre’” (el énfasis en la cita, me pertenece); en consecuencia, en palabras del maestro austríaco, se trata de derecho “creado” mediante “legislación y costumbres”, es decir, mediante normas: el derecho no se confunde con la norma, sino que ‘se plasma’ en ésta.
Sabido es que las corrientes críticas del pensamiento en la materia conciben el derecho como una práctica social discursiva (CÁRCOVA, 1993) esto es, un quehacer social que no se agota en los aspectos formal-normativos, sino que reconoce la existencia de distintos niveles cuya intensidad de influencia mutua varía conforme a la estructura de dominación política imperante; fenómeno complejo que requiere, para su cabal comprensión, trabajo interdisciplinario (ENTELMAN, 1991). CÁRCOVA (2009) acusa al iuspositivismo, por lo “reductivo e insuficiente de esa concepción, que sólo considera la dimensión normativa del fenómeno jurídico, dejando afuera, esto es, declarando impertinentes, sus dimensiones éticas, políticas, teleológicas, etc.”.
Por mi parte, desde el pensamiento complejo, he afirmado con anterioridad (CONDOMÍ, 1997, cit.) que “pretender la configuración del derecho exclusivamente en enunciados normativos puede conducir a la desfiguración del mismo, al no captar el fenómeno en su complejidad”: un objeto de estudio complejo requiere puntos de vista complejos tendentes a su aprehensión gnoseológica como tal; un saber poli-competente integrado, atento a la pluri-dimensionalidad -también integrada-del objeto (op. cit.). De modo tal que, no sólo resulta inconveniente referir el derecho a normas y principios jurídicos con exclusividad, sino que, si se aspira a tener una visión gnoseológicamente integrada del mismo, tampoco parece adecuado confinarlo a solo los aspectos relativos a los institutos o figuras jurídicas que dimanan de las fuentes respectivas.
A este respecto, resulta oportuno señalar que, en tanto el término “instituto” (jurídico) remite, inmediatamente, a “institución”, en un marco organizativo social o comunitario (no necesariamente “societario”), “figura” (jurídica) alude a la “forma particular” (configuración) con que un instituto (jurídico) determinado es concebido en la norma institucionalmente establecida.
De tal modo, ambos términos, instituto y figura, representan los productos jurídicos “intangibles” que dimanan de los productos “tangibles”, en el sentido señalado ‘supra’, fruto, directo o indirecto, de las prácticas sociales subyacentes: los estándares’ jurídicos -productos tangibles- (ley, jurisprudencia, etc.) configuran los institutos respectivos -productos intangibles: un derecho real, el tipo penal “homicidio”, una forma societaria, etc.): éstos constituirían “el derecho” en sentido positivista, si se sostiene que el derecho “subjetivo” (el derecho-“facultad”) depende estrictamente de la normativa positiva vigente.
Con respecto a las aludidas “prácticas sociales subyacentes”, la corriente de pensamiento crítico en Argentina, insiste en promover una “lectura des-críptica” del derecho, a fin de disipar ciertos ocultamientos y opacidades, en cuya virtud, el derecho se ocuparía de normar sobre “determinadas formas de organización del poder social”, omitiendo “poner en evidencia la trama social del poder que subyace a la forma institucional”: se trataría de des-ocultar el “árbol” -misión de la jurística- tapado por el “bosque” -el orden jurídico imperante- (ENTELMAN, 1991, op. cit.; el énfasis en la cita, me pertenece).
A tal punto esto sería así que, ciertos recursos teóricos ideados por juristas del iuspositivismo, tendentes a fundamentar el orden jurídico, como son la “norma básica” de Kelsen (CONDOMÍ, 27/08/2020) o la “regla de reconocimiento de HART (1963) se limitarían a indicar “qué expresiones integran válidamente el discurso jurídico [pero sólo] por vía de la designación de quiénes pueden decirlas” (ENTELMAN, 1991, op. cit.).
Sea como fuere, lo cierto es que ninguna de las opciones iusepistemológicas al uso, pueden prescindir de un orden positivo vigente y, en los términos de una teoría general del derecho, ésta ha de extenderse, precisamente, a la generalidad de los ordenamientos jurídicos -e incluso, los sistemas jurídicos globales (‘common law’, ‘civil law’)-, a fin de proceder, por abstracción de sus respectivas notas características, a una adecuada comprensión de qué cosa sea “el derecho”. El propio KELSEN (1959, op. cit.) advertía que “la teoría general…se dirige a un análisis estructural del derecho positivo” y comprende “un análisis comparativo de distintos ordenamientos jurídicos positivos…los conceptos fundamentales que permiten describir el derecho positivo de una comunidad determinada”.
Por otra parte, nada impide que, evitando limitar el estudio al ámbito normológico (como, en general, indican las posturas iuspositivistas, pero, como se vio, también el iusnaturalismo), se procure “trascender” dicho ámbito para “ver” un poco más allá (des-cubrir el “árbol” oculto por el discurso jurídico, según Entelman), y bregar por ordenamientos normativos que reflejen más fielmente aquellas “prácticas sociales” escondidas tras la mencionada “opacidad” del derecho (CÁRCOVA, 1998); sin embargo, esta tarea ha de partir, inevitablemente, de la normativa vigente (estado de situación actual) para conducir, praxis mediante, a normativas “transparentes” -por oposición, digamos- (estado de situación resultante).
Quienes depositamos nuestra esperanza “jurídica” en la paulatina realización de los Derechos Humanos, a nivel planetario (lo que he llamado “significación cósmica de los DD.HH” -CONDOMÍ, 08/02/2021-), sabemos que los mismos no pueden ser meramente invocados como “derechos naturales”, p. ej., sino afirmados en su praxis concreta, como derechos que se consagran positivamente; los mismos, según creo, ocupan una parte substancial de las posturas del pensamiento crítico y sus cultores no ignoran, por cierto, que en dicha materia, como en otras, se va trabajando con “lo que hay”, con “lo que está a la mano”, poniendo énfasis en las normas iushumanistas allí donde las hubiere.
“Derecho” suele definirse, casi invariablemente, como “un conjunto de normas”, se incluya el término “justicia” en la definición, y/o se haga referencia, asimismo, a ciertos “principios”; o no. Aún cuando, conceptualmente, se separe el derecho “objetivo” del “subjetivo”, la situación no varía si se reduce éste al primero. Las normas jurídicas -así como los principios- constan en enunciados -conjuntos de palabras con sentido-, fenómeno lingüístico en el que debe distinguirse la “expresión” de “lo expresado”, siendo en estos institutos jurídicos emanados de las normas donde, en definitiva, radica “el derecho” como regulación de la conducta humana -según la jurística, en general, incluso el iusnaturalismo-, o como conducta humana regulada -según la egología-.
Pero, además, tratándose de un fenómeno complejo, su adecuada aprehensión gnoseológica exige el ejercicio de un saber policompetente que supere, incluso, los enfoques interdisciplinarios propuestos. La teoría crítica argentina, en particular, propone al jurista una tarea “des-criptica” que des-oculte lo que haya de oculto en el discurso jurídico, en términos de práctica social; aunque, agrego, es menester poner énfasis -incluso a partir de los ordenamientos jurídicos vigentes- en el logos y en la praxis de los Derechos Humanos.
Finalmente, la expresión metafórica “fuente de derecho”, es lo suficientemente gráfica como para distinguir entre “fuente” -estándares- (conjuntos de normas constitucionales, convencionales, legales, jurisprudenciales, administrativas, reglamentarias, contractuales, consuetudinarias) y “derechos” -institutos o figuras cuyo diseño compete a cierto nivel del discurso jurídico (ENTELMAN, 1991, op. cit.)-, productos conceptuales éstos -la norma como pensamiento de una conducta jurídicamente relevante (CONDOMÍ, 28/05/2022-, que, en todo caso, se “tornan tangibles” -por así decirlo- en la norma: el derecho “subjetivo” se objetiviza merced a tales criterios de “objetividad” (CUETO RÚA, op. cit.).
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