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El derecho a la libertad de expresión no ha perdido un ápice de su relevancia a lo largo de la historia.
El trazo histórico que ha dejado la Sociedad desde la Primera Revolución Industrial hasta el día de hoy no se halla exento de altibajos.
En esta afirmación no hay nada nuevo: más de 250 años de guerras y grandes guerras, bélicas o frías; depresiones económicas, cambios sociales y una multitud de eventos cuyo desglose no cabe en este escrito.
Existe una cuerda que, sin embargo, se ha mantenido tensa e impasible en medio de esta hilera de sucesos. Una línea trenzada con el esfuerzo por alcanzar la libertad, en detrimento de las «cadenas económicas, políticas y espirituales que han aprisionado a los hombres» (Fromm, 2011:33).
El músculo de ese esfuerzo es el conocimiento. El hombre que es libre, ¿para qué iba a mover un dedo por la libertad que ya tiene? Pero el saber no siempre tiene la solidez que exhibe, ni mucho menos la transparencia que por defecto se le atribuye. El hombre libre ignora que la libertad de la que cree sorber no ostenta la firmeza que luce ante sus ojos.
Cual títere, que como objeto desalmado no puede saber que no es soberano de sí mismo (Gray, 2011:1). El mayor triunfo del sistema será el día en que haya «cercado el corazón del ser humano hasta ganárselo» (López, 1999:28).
La llave que abre la puerta a estas inquietudes es el conocimiento, que solo puede ser transmitido y recibido en virtud de la libertad de expresión.
La temática de este escrito toma un enfoque liberal. Los autores que más relevancia tienen para las siguientes líneas son, entonces: Bentham y Mill, Jefferson y Maddison, e ilustrados como Rosseau, Voltaire y Montesquieu.
Antes de embarcarnos estrictamente en la libertad de expresión, consideramos apropiado hacer una breve referencia al liberalismo y al Estado democrático.
El Estado de la democracia liberal es, o debería ser, una entidad neutra respecto de lo que se entienda como bien o como mal. Ambiciona el establecimiento de una forma de organización social en la que el ciudadano esté facultado para perseguir la consecución de sus fines propios (Maldonado, 2001:51).
Esta idea podría sonar antitética, puesto que habla de autogobierno y de libertad, pero al mismo tiempo constituye una entidad gubernativa con la finalidad de limitar la autonomía individual.
Meiklejohn tacha, rotundamente, esta afirmación (Meiklejohn, 2000:5).
Debe encontrarse un término medio entre la tiranía y la anarquía: un Gobierno completamente democrático sería un instrumento demasiado peligroso (Schleifer, 1984:216).
La libertad protege a la sociedad frente a la posibilidad del totalitarismo (Tucker, 1985:139).
La libertad es el resultado del cobijo entregado al ciudadano frente al poder del Estado o frente a otros individuos.
Este amparo no debe entenderse ligado exclusivamente a aspectos físicos, como la propiedad o la vida. J.S. Mill ayuda a concebir esta asunción, al hablar de la libertad de expresar y publicar las opiniones, o sostener que mentada protección es igualmente requerida contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes (Mill, 1984:56-68) (lo que Tocqueville denomina tiranía de la mayoría) (Schleifer, 1984:215).
La libertad, concluimos, recoge el derecho a no ser condenado o molestado por el capricho de uno o más individuos, la facultad de expresar la opinión y, por último, el poder de influir sobre la marcha del Estado. Así la definiría Benjamin Constant (De Ruggiero, 1944, p. 102).
El artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1976) concibe la libertad de expresión como un derecho que comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, por cualquier medio «de su elección u oralmente, por escrito o en forma impresa o artística».Las referencias a esta libertad, a nivel legal e histórico, son numerosas. No se desarrollarán en aras de la mayor concisión posible, aunque merecen una rápida mención:
A nivel conceptual, el acto de expresión es aquel que tiene por objeto comunicar a una o más personas una enunciación o actitud (Haworth, 1998:8).
De esta libertad se detectan dos dimensiones, una individual o subjetiva y una institucional o funcional.
La naturaleza fundamental de la libertad de expresión está estrechamente ligada a la dignidad de la persona (Díez-Picaso, 2005:319-330). La vertiente individual o subjetiva de la libertad de expresión conforma una resistencia frente al poder estatal (De Domingo, 2001:44-49).
Privar al hombre del derecho de comunicarse, dice Dworkin, supondría un trato incongruente «con el hecho de reconocerlo cabalmente como miembro de la comunidad humana, significaría tenerlo por menos que por un hombre, o como menos digno de consideración que otro» (Solozábal, 1988).
Por ello, todo individuo debe tener igual derecho a «conducirse independientemente»: la igualdad es consustancial a esta libertad (Ros, 2001:177). Dicho esto, complétese esta sucesión de afirmaciones teóricas con la base filosófica que las respalda (Mill, 1984:96):
«El mayor perjuicio se irroga a quienes sin ser herejes ven todo su desenvolvimiento mental entorpecido, y su razón intimidada por el temor a la herejía».
El autor de «Sobre la libertad» insiste en la importancia de ejercitar las «potencias» mental y moral, como si de músculos se tratara. Tragar una opinión sin antes masticarla es una actividad cuyo nivel de exigencia no va más allá de la «imitación propia de los monos» (Mill, 1984:129).
Aquí se está entrando en la idea de la libertad individual, como esencia del valor del hombre (Ros, 2001:183). Resulta inevitable, entonces, enfatizar el papel de la comunicación en el desarrollo de la personalidad y la autorrealización. En este plano, la introducción de restricciones conforma un golpe al crecimiento de la persona (Barendt, 2009:13).
Sin desalinearse de la narración seguida, Rousseau entendería que es el poder de comparar y juzgar lo que hace posible una actuación verdaderamente libre (Barnard, 1988:68-69).
A la práctica, lo explicado involucra el derecho a conocer opiniones y noticias (Correa, 2007:13-18) y, a su vez, a la expresión de la personalidad individual (Tucker, 1985:15). Vincúlese este último elemento, relativo a la difusión del propio pensamiento, al principio democrático (Solozábal, 1988:139-155):
La libertad de expresión, como defienden numerosos autores, es la (o una de las) base(s) de la democracia (Coderch, 1990:26-30), es más, resulta indispensable para su existencia (Correa, 2007:13-18).
Para Emilio Álvarez, es un factor determinante para la apertura y consolidación de los procesos democráticos de cualquier Estado (Rodríguez, 2011), un pilar que soporta los engranajes de las instituciones democráticas (Ulla, 1994:24-25).
Esta dimensión acoge una interpretación enfocada a la opinión pública, prensa, radiofusión y a la expresión misma (Karpen, 1989).
Se haría difícil tratar de rebatir esta serie de asentamientos. Un sistema de gobierno fundamentado en la dirección del pueblo debe requerir que este disponga de conocimientos y espíritu crítico. De lo contrario, el derecho a voto sería un espejismo (De Pablo, 1987:151-155).
Nuevamente, nos permitimos desplegar una explicación más profusa:
Comenzamos advertida explicación con Spinoza. Este filósofo describiría un modelo de Estado cuyos elementos estructurales serían las libertades de pensamiento y de expresión (Ansuátegui, 1992:507-508). Y, según Jefferson, la opinión pública forma los cimientos del gobierno libre y democrático (Ansuátegui, 1992:817).
El poder de esta clase de régimen se asienta en la aceptación del ciudadano. Por consiguiente, el juicio del pueblo es indispensable para la sobrevivencia de este sistema. Así nos lo hace ver Rousseau (Barnard, 1988:35-36, 68-69, 147). Como es natural, el adecuado desarrollo de susodicha opinión depende de una libertad suficientemente amplia.
La promoción de estas ideas dependió en gran medida de la Ilustración francesa, que a su vez brotó del uso público de la razón crítica. Voltaire aseveraría esta tesis, haciendo hincapié en la fundamental importancia de que esta forma de discurso se desarrollase libremente (Shank, 2015).
Una forma de ver las cosas es que la expresión debe ser libre, y el Estado debe determinar la amplitud de esta libertad: el abaste no puede ser infinito, puesto que colisiona con otros valores o derechos (van Mill, 2018).
Naturalmente, la materia que nos ocupa abraza una sustanciosa cifra de posturas divergentes:
Voltaire, por ejemplo, protege la libertad de expresión como un objeto sagrado. Este no podría ser violado, sea cual sea el discurso empleado (Shank, 2015). Sobre la libertad de imprenta, el famoso ilustrado francés señalaría que si bien el libro puede fastidiar al lector, no causa un perjuicio real (Voltaire, 1995).
La similar apreciación de Locke es que un mensaje no puede acarrear daños tangibles a la vida, propiedad o libertad. En semejante escenario el Estado no debería tener autoridad para limitarla (Daniel, 2013).
Aprovechamos para mencionar la concepción sostenida por Montesquieu. Para él, el contenido de la Ley debe versar solamente sobre el orden público y la seguridad. El ciudadano, mientras, es libre de actuar como le plazca, puesto que todo castigo que no derive de la necesidad es tiránico, y una ofensa a quien no requiere protección —p. ej., Dios— es prescindible (Bok, 2018).
A todo esto, múltiples posturas acarrean el convencimiento de que la libertad de expresión tiene un valor preferente, esencial, superior al de otros derechos.
Dice Milton (cit. por Torres, 2006):
«Dadme, por encima de todas las libertades, la libertad de conocer, de expresar y de discutir libremente de acuerdo con mi conciencia».
Como era de esperar, las opiniones habientes a este respecto no son convergentes. Para encauzar esta pluralidad nos dejaremos ilustrar por Emerson, T., un destacado académico que distingue cuatro teorías principales (Redish, 1992).
La libertad de expresión puede aclamarse por su papel en:
1) La autorrealización de la persona, vinculada a la dignidad y a la autonomía. Esta defensa reprueba que se priven el habla o la escucha, una proscripción que vulneraría mentados derechos (Brison, 1998).
2) También se lauda por dar un empuje hacia el descubrimiento de la verdad.
3) Por permitir la toma de decisiones a la población.
4) Por lograr una comunidad más adaptable y por ende más estable.
Las posturas de Milton (autor de Areopagitica) o Stuart Mill, efectivamente, se centrarían sobre todo en el papel de esta libertad para el descubrimiento de la verdad (Barendt, 2009:7-8).
Podemos también añadir la teoría utilitarista, cuyo principal postulado sería esculpido por Bentham. Sostiene, en pocas palabras, que la mejor acción es aquella que produce la mayor utilidad para el mayor número de personas.
Mill cambiaría utilidad por felicidad, salvado así algunos defectos de esta premisa (Driver, 2014). Si se toma el bienestar como medida, podría defenderse que de una restricción es más probable que surja daño que bien (Richards, 1999): alcanzar la felicidad requiere autonomía e independencia, autodetermación y libertad (Torres, 2006:15).
Y, de hecho, Locke consideraría el derecho a expresarse como absoluto, en atención a su carácter garante de la individualidad (Daniel, 2013:3)
Por lo que respecta a Rousseau, Voltaire o Montesquieu, no se haría más que repetir lo ya explicado. Meiklejohn se aferra a la importancia de la libertad de expresión en el proceso democrático.
En este breve artículo hemos tratado, superficialmente, algunas de las posturas más relevantes entorno a la libertad de expresión. Hemos visto que este derecho se puede estudiar desde su vertiente individual, con relación a su incidencia en la persona; y desde su vertiente funcional, respecto a la forma en que se vincula con las instituciones democráticas. Por último, se ha analizado porqué se le da un trato más cuidadoso que al resto de derechos.
Última revisión: 05/05/2019.
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