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Con el fin de introducir el abolicionismo penal, nos vamos a permitir comenzar de una forma un tanto novelesca.
Retrocedamos unos siglos.
Un hombre cualquiera se encuentra paseando por la calle. Súbitamente, es detenido. Las fuerzas del orden están convencidas de que el transeúnte las ha insultado. El desafortunado suceso acaba con un inocente arrastrado por un proceso judicial que culmina, inevitablemente, con su condena a prisión.
El sujeto, propietario de un pequeño negocio, no puede hacer nada cuando sus clientes le dejan a un lado: normal, ahora es un criminal. Se arruina, se entrega al alcohol y al vagabundeo.
Ahora es invierno. Calles sucias, frías. Un dibujo gris, falto de vida, para quien no tiene un techo o comida. El pobre individuo es golpeado por una ocurrencia, o más bien un recuerdo: en la cárcel sí tenía techo y comida.
Es entonces cuando de verdad insulta a un policía. Esta vez, sin embargo, nos hallamos ante un agente comprensivo, quizás algo condescendiente, y hace caso omiso del vituperio.
Jiménez de Asúa entiende que el escritor que ilustró esta escena, Anatole France (en su obra «Crainquebille»), era abolicionista (Asúa, 1990). En efecto, este breve relato nos muestra algunas de las principales críticas sostenidas por el abolicionismo penal: la arbitrariedad o ancha discrecionalidad de las autoridades y el etiquetamiento o estigmatización del criminal.
Pero vayamos paso por paso:
El abolicionismo penal radical es un movimiento propio de la criminología crítica-negativa cuyo objetivo es el derrocamiento del sistema penal: la total desaparición del derecho penal (política criminal, criminología y dogmática) y sus instituciones (cárceles, centros segregatorios, etc.).
Nótese que se ha dicho «radical», unas pocas líneas más adelante se volverá a incidir sobre este punto.
La corriente abolicionisa adoptó un gran número de discípulos a raíz de la política contracultural de los años sesenta (Tieghi, 1995). Naturalmente, con anterioridad a este momento histórico ha habido pensadores con esta suerte de ideas. En 1871, Émile de Girardin hizo público «Du droit de punir», una monografía de referencia en este campo, y que inevitablemente será mencionada a lo largo del artículo.
Se han distinguido tres tendencias abolicionistas principales (Tieghi, 1995; Pérez Pinzón, 2008):
Zaffaroni también ha hablado de cuatro perspectivas: la tendencia marxista de Thomas Mathiensen, la estructuralista de Michael Focault, la fenomenológico-historicista de Nils Christie y la fenomenológica de Louk Hulsman (Achutti, 2015).
Véanse, a continuación, (algunos de) los argumentos a los que los abolicionistas se han aferrado:
Una de las premisas más repetidas entre los abolicionistas es que el sistema penal «está específicamente concebido para hacer daño» (Tieghi, 1995).
Es evidente que la imposición de una pena acarrea un perjuicio para quien la recibe. Pero no es tan evidente que esta sea la «única» finalidad o el único mérito del sistema penal.
En primer lugar, el derecho penal no es el poder punitivo. Es importante remarcar que la finalidad que persigue es la de limitar mentado poder. Cumplir las peticiones abolicionistas, pues, originaría una capacidad punitiva desprovista de fronteras (Zaffaroni, 1995; Larrauri, 1998).
El derecho penal debe ser concebido como una «técnica de control que garantiza la libertad de todos» (Ferrajoli, 1995).
En esta línea, se ha discutido sobre cuales serían las consecuencias reales de la desaparición del derecho penal: el regreso a la venganza privada, ordenamientos despóticos… Volveremos a ello más adelante.
En segundo lugar, sí, la pena es un mal; pero «justificable (si y solo si) se reduce a un mal menor respecto a la venganza o a otras reacciones sociales, y si (y solo si) el condenado obtiene el bien de substraerse (…) a informales puniciones imprevisibles, incontroladas y desproporcionadas» (Ferajoli, 1995).
Ferrajoli nos advierte de que las consecuencias del abolicionismo acarrearían una serie de males, cuya magnitud superaría con creces al daño producido por el sistema penal.
Entonces, al hacer un balance de daño/beneficio, se llega a la conclusión de que es más favorable el mantenimiento del sistema penal. El jurista italiano sigue insistiendo (Ferrajoli, 1985):
«Si estas doctrinas ponen de manifiesto los costos del derecho penal, el modelo de justificación aquí presentado revela los costos del mismo tipo pero más elevados que pueden generar la anarquía punitiva nacida de la ausencia de un derecho penal»
Por supuesto, uno es libre de poner en duda las asunciones de Ferrajoli. No necesariamente las consecuencias del abolicionismo serían una «anarquía punitiva» o un regreso a la «venganza privada».
En tercer y último lugar, la pena no es solo la imposición de un mal. Hassemer nos aclara a qué se refiere: es, «ante todo, la respuesta a la lesión de una norma.» Vivimos bajo normas, que «se traducen en seguridad, y que su puesta en marcha mediante la aplicación de una sanción» como respuesta a una lesión «es en verdad una parte estable de nuestra conciencia y cultura cotidiana».
Con la lesión se envía un mensaje: que la infracción es rechazada. Las normas nos identifican como grupo, nos unen y, a la vez, nos distinguen de otros. Infringiéndolas se está amenazando a la «unión de grupo» (Hassemer, 2003).
Lamentamos haber expuesto de una forma muy simplificada el pensamiento de este autor. La complejidad de esta materia choca con las pretensiones de brevedad de esta entrada.
Émile de Girardin sostiene convencido que, en virtud del argumento de la utilidad, debería negarse el derecho penal. Lo curioso de este razonamiento es que la utilidad es precisamente la explicación de la que se ha valido Cesare Beccaria para justificar la pena.
Para este periodista francés, sin embargo, «la penalidad corporal es el mayor obstáculo que la civilización ha encontrado en su curso» (Zaffaroni, 2009). Una perspectiva así de pesimista nos muestra por qué no confía en la utilidad de esta herramienta.
Ni el hombre ni el Estado, sigue Girardin, tienen derecho a punir. Si el empleo que se ha hecho del derecho penal «no ha sido más que un largo y cruel abuso, más útil a la barbarie y a la opresión que a la civilización y a la libertad, ¿sobre qué habrá que fundarse su legitimidad?» (Zaffaroni, 2009)
La concisión de estas palabras nos exime de la necesidad de proveer explicación alguna.
Nuestra opinión, si se nos permite, es que la «legitimidad» no deja de ser un concepto más bien metafísico (al menos en el tema aquí tratado), cuya relevancia no tiene mayor alcance fuera del plano filosófico-abstracto.
En todo caso, no se debería hablar de legitimidad sin hacer mención de las finalidades que cumple la pena. Podría tratar de sostenerse que el fin del castigo estatal es, por sí solo, un fundamento justificativo de suficiente entidad. De esta manera, hallaríase la deseada legitimidad a partir de la funcionalidad extraída de la pena: principalmente, sus efectos preventivos generales y especiales, positivos y negativos.
Lo que no nos atreveremos a contradecir es el aparentemente interminable historial de abusos que pesadamente arrastra el poder punitivo estatal (poder punitivo, que no derecho penal).
La denuncia que vierte Girardin (cir. por Zaffaroni, 2009) sobre este aspecto es, indiscutiblemente, acertada:
«La experiencia prueba que todo sistema penitenciario, sea cual fuere, desmoraliza a los guardianes, los hace crueles y tiránicos, sin moralizar a los detenidos, que los hace cínicos e hipócritas»
Señálense dos argumentos principales:
1.- La libertad, apunta Girardin, es «única e indivisible». La libertad de pensar implica la libertad de decir, y la de decir implica la de hacer. Si admitimos la libertad de pensar mal, de ello sigue aceptar que se pueda «decir» mal, y de ahí que, finalmente, podamos «hacer» mal.
Concluye con que «la libertad es única e indivisible y que cuando se la quiere dividir, cesa la libertad y aparece la arbitrariedad» (Zaffaroni, 2009).
2.- El abolicionista ha dado apoyo a la afirmación de que no es admisible que el Estado, un poder «a menudo anónimo y lejano», asuma la «misión» de intervenir en los problemas que afectan a nuestros contactos más personales (Pérez Pinzón, 2008).
Nils Christie, en un sentido semejante, expone esta cuestión usando como ejemplo a un niño que roba dinero de la cartera de sus padres, que golpea a su hermano y que no siempre dice la verdad sobre donde estuvo la noche anterior.
El autor se pregunta por qué vemos tan mal al delincuente, y somos tan condescendientes con los niños, que muchas veces realizan actos punibles por la ley.
Se responde a sí mismo: «Porque sabemos demasiado. Conocemos el contexto: el niño necesitaba mucho el dinero, estaba enamorado por primera vez, su hermano ya lo había molestado más de lo que cualquiera podría soportar» (Christie, 1993).
Habrá robado dinero, pero es siempre muy generoso; habrá golpeado a su hermano, pero lo ha ayudado muchas otras veces; habrá mentido, pero en el fondo se puede confiar en él.
«La distancia aumenta la tendencia a interpretar ciertos actos como delitos y a ver a la gente simplemente como delincuentes» (Christie, 1993).
No se puede esperar de un Estado frío y lejano que entienda y abrace todas estas circunstancias.
No ha sido desglosada aún la totalidad de componentes del abolicionismo penal. A través de la teoría del etiquetamiento se desarrollarán varias de las características restantes.
El «ofensor vive en un mundo diferente» (Hikal, 2017). Las diferencias entre aquellos que delinquen y aquellos que no (los «no-delincuentes» o «inocentes») no son tales como para «justificar un contraste tan agudo como aquel de criminal no-criminal» (Rüther, 1982). Esta asunción puede sostenerse sin ningún miedo: poco o nada queda ya del positivismo italiano del 1870.
El «no-orden» se encarna en el delincuente como «símbolo para representar en todo momento aquello que no somos o no deseamos ser. El delincuente tomará la forma de una entidad externa al orden social que servirá de diana-espejo para el sujeto inocente» (Borés, Pujol y Cagigós, 1995).
Colocamos al delincuente en un plano diferente, lo diferenciamos de nosotros, «los inocentes», y él así deviene la imagen de lo que no somos.
Este concepto es anterior a la teoría del etiquetamiento, pero persigue un camino similar.
Girardin también hace referencia a «la extrema dificultad de reintegrar a los liberados a la sociedad que los rechaza». Denomina a esta imposibilidad «servidumbre penal» (Zaffaroni, 2009). En esta línea, se ha hablado sobre la «cosificación» del condenado, al sujetarse este al poder y ser reducido a la esclavitud. La cárcel, así, es un «aparato administrativo» destinado a la producción de la servidumbre penal (Pavarini, 2011).
El proceso hasta aquí expuesto ocurre a partir de la criminalización de un acto que, a nivel ontológico, no es un crimen. En otras palabras: los crímenes no existen, es el Estado el que asocia el acto con el crimen. La criminalidad, consiguientemente, no brota de conductas determinadas. Por el contrario, surge de un «proceso de atribución, de desviación o de estigmatización» (Hikal, 2017).
Una buena forma de ilustrar lo aquí desarrollado es que actos como el aborto o la homosexualidad se hallan penados en algunos países, y no en otros.
Otra buena forma, brindada por Larrauri, es observar las cifras de crímenes concretos. Una ciudad con una comisaría dedicada a un delito muy concreto (a título de ejemplo, delitos contra las mujeres), probablemente vaya a notar un aumento de estos actos. O un cambio en las políticas policiales, o incluso en la predisposición de los agentes del orden a dar atención a determinados hechos (Hikal, 2017).
Al introducir un nuevo delito —al expandir el derecho penal—, automáticamente se están creando centenares o miles de criminales.
Podría tratar de hilarse un argumento en contra si se considerase el crimen como un producto del derecho natural. Nos limitamos a mencionar este aspecto: incidir más profundamente sobre esto extendería la entrada de forma indebida.
Se «puede percibir», apunta Hikal, «que las reglas son hechas por algunos para mantener el poder». Creando sistemas normativos se logra controlar la conducta del hombre. Ello, se dice, «es una forma de tener superioridad» (Hikal, 2017).
Las tendencias expansivas del derecho penal no provienen de un consejo de sabios penalistas, sino de políticas legislativas orientadas a la captación de votos.
Estos votos, a su vez, son dados por individuos cuya opinión está en gran manera influenciada por los medios de comunicación.
Estos medios, a su vez, carecen de conocimientos técnicos y están orientados a la captación de espectadores, además de recibir influencias de los nidos de poder político y económico.
Este círculo ha sido advertido por numerosos autores. A este respecto, nos limitamos a hacer mención de Silva Sánchez y su volumen «Malum passionis: cómo mitigar el dolor del derecho penal» (2018).
Por tanto, la introducción de un delito nuevo, que conlleva nuevos criminales, responde a una política legislativa cuya finalidad última es «arraigarse en el poder» (Hikal, 2017).
También se ha llegado a hablar sobre los «empresarios morales» (Becker).
Se han definido como «grupos de poder» que se encargan de que ciertas conductas sean tipificadas como «desviadas». Con esto, obtienen un beneficio doble: además de lograr reconocimiento como representantes y cuidadores de la sociedad, ejercen un gran poder de control sobre la población (Hikal, 2017).
La distinción entre delincuentes y no-delincuentes a la que se hacía referencia al principio surge, entonces, «por las actividades de control». No es resultado de problemas psíquicos o sociales, sino de una «fuerte tendencia a ser seleccionados y definidos como criminales» (Rüther, 1982).
Que la mayoría de los criminales se encuentre en las «clases bajas» no se debe a que estas sienten un ambiente propicio para el surgimiento de delito. En realidad, se debe a un procedimiento que busca apartar y controlar estos estratos.
Si bien podría ser cierto que la imposición de leyes responde, en mayor o menor medida, a técnicas de control social, nos mostramos un poco más reticentes a creer que no tengan incidencia elementos como el entorno social y el nivel cultural, entre otros.
No perdáis el hilo de lo que comentábamos en el apartado anterior.
Girardin insistiría en la importancia de instruir al hombre. En lugar de invertir grandes sumas de dinero en el «homicidio colectivo» (el término guerra es solo un simpático cambio de nombre), mucho más dañino que los delitos individuales, verter el mismo número de capital en la enseñanza (Zaffaroni, 2009).
La supresión de la guerra conllevaría consecuencias económicas beneficiosas para la economía del Estado, o al menos en ello insiste el autor francés. El bienestar social que surgiría del fin del belicismo sería tal que el robo y el homicidio pasarían a ser actos raros.
«Nadie querrá robar», dice, «cuando gane con su trabajo más de lo que gane con el robo». Y, si el robo deja de dar lugar a homicidios, estos devendrán igual de extraordinarios (Zaffaroni, 2009).
A la práctica, se están haciendo las siguientes afirmaciones:
1) Que la mayoría de los homicidios provienen del robo.
2) Que una de las principales causas del robo es la necesidad.
3) Que con el fin de la guerra se originaría bienestar.
Quizás estas premisas fueron formuladas en un momento histórico en el que su certeza estaba fuera de toda duda. Actualmente, nos vemos obligados a señalar que todas ellas requerirían de una buena explicación para gozar de un mínimo de autoridad.
Brevemente: (1) El homicidio puede responder a muchas causas distintas, (2) no todo hombre se entrega a la vida criminal solo por dinero, y (3) la abolición de la guerra no necesariamente derivaría en una mejoría de la situación económica (dado el gran volumen de negocios que mantiene la llama bélica viva).
Con todo esto queríamos añadir un argumento más a la causa abolicionista, e incidir nuevamente en que el «etiquetamiento» no es el único motivo de criminalidad. La falta de instrucción, por ejemplo, también puede tener relevancia.
Ferrajoli se ha figurado qué ocurriría con la sociedad de desaparecer, de una vez por todas, el derecho penal. Desarrolla cuatro escenarios posibles, que llama «sistemas de control»:
Acaba concluyendo con que el abolicionismo penal se configura como «una utopía regresiva» basada en el «presupuesto ilusorio de una sociedad buena» (Ferrajoli, 1995).
Larrauri ha criticado la insistencia de Ferrajoli en las »utopías regresivas». La regresión a la venganza privada (argumento esgrimido por múltiples antiabolicionistas) suele hacer referencia a un momento histórico indeterminado. Y, en realidad, antiguamente se tenía que pedir autorización a una autoridad pública para llevar a cabo la venganza. O sea, que la línea entre derecho público y privado era delgada e indefinida.
Además, Ferrajoli «parece presumir que el tránsito de venganza privada a pena pública conllevó una disminución de la violencia» (Larrauri, 1998).
Se ha sostenido repetidamente que el abolicionismo adolece de falta de precisión y que persigue pretensiones de naturaleza utópica.
Las «soluciones» que se han tratado de brindar para hacer plausible un Estado sin derecho penal parecen ser, habitualmente, alejadas de la realidad. Se han propuesto medios como la conciliación o el arbitraje, la sustitución del sistema penal por sanciones de responsabilidad civil o la confrontación entre delincuente y víctima.
Por un lado, los medios de resolución alternativa de conflictos como la conciliación o el arbitraje no sirven (y esto ha sido reconocido por los propios abolicionistas) para los crímenes de mayor entidad. Lo mismo es decible acerca de la confrontación. Es «sumamente cuestionable que dejar en manos de la sociedad la resolución de los conflictos» sea una decisión acertada (Silva, 1992).
Por otro lado, la responsabilidad civil deja sin solucionar un gran volumen de problemas: v. gr., ¿cómo repagamos a la víctima el homicidio de un ser querido?
También se ha criticado que relegar la función del derecho penal a otro ordenamiento jurídico (civil o administrativo, por ejemplo), conllevaría, no solo una pena con un nombre distinto, sino que además esta no gozaría de todas las garantías que sí provee el derecho penal.
Una buena forma de contrarrestar esta postura es apuntar que «hacer una referencia abstracta a la ausencia de garantías es insuficiente». Además, el castigo alternativo, si bien sí sería una medida coactiva, diferiría en el tipo de respuesta, en la forma y en la justificación (Larrauri, 1998).
Las medidas propuestas son «ineficaces» o aplicables solo en conflictos que involucran «sujetos no peligrosos y ocasionales» para los cuales normalmente tampoco se impondría prisión (Tieghi, 1995). Ello puede deberse, como razona Silva Sánchez, a que estas teorías provengan de territorios nórdicos, donde la criminalidad es un fenómeno menos intenso que en otros lugares del mundo (Silva, 1992).
Efectivamente, Tieghi nos muestra que el porcentaje de robos con violencia es de casi el 25% (partiendo de datos de Argentina y de las Naciones Unidas), mientras que Louk Hulsman hace una estimación de menos del 5% (basándose en las estadísticas de 1.300 detenidos de París). Y esto sin incluir otras formas de criminalidad igual o más graves que el robo (Tieghi, 1995).
El abolicionismo penal, por tanto, se queda en el campo de la «pura descripción metafísica, donde todo puede afirmarse sin ser susceptible de verificación empírica alguna». No contribuye al estudio y el conocimiento de las «causas y remedios» de la criminalidad (Tieghi, 1995).
En contraposición a esta crítica, se ha dicho que de esta corriente sí pueden extraerse aspectos «propositivos-constructivos» (Achutti, 2015). Asimismo, que también se tachó de utopía que las mujeres gozaran de iguales derechos que los hombres, que el Imperio Romano cayera o que la esclavitud fuera abolida (Zapata, 1997).
El tiempo ha probado incorrectas todas estas afirmaciones. La lejanía que parece mostrar la abolición del derecho penal, por tanto, no puede ser interpretada como un obstáculo insalvable para el avance de esta corriente.
Esta entrada ha quedado algo larga y podría ser de ayuda exponer de forma somera los puntos más característicos del abolicionismo:
1) Pretende la desaparición del sistema penal o, al menos, de sus instituciones.
2) El Estado se ha servido de las normas para ejercer un mayor control sobre la sociedad y arraigarse en el poder.
3) La pena acarrea un mal para la sociedad.
4) Deben promoverse alternativas a la pena, dejando que los conflictos resten en manos de los principales afectados. El sistema no tiene legitimidad para intervenir en asuntos de los que desconoce la mayoría de circunstancias.
5) El crimen no es un elemento de la realidad. Es el producto de asociar a un hecho la etiqueta de «desviado», y se emplea para controlar las diferentes clases sociales.
6) El criminal no pertenece a un plano distinto al del sujeto inocente. Si se le aparta de la sociedad es porque hay grupos de poder que tienen interés en que así sea.
Última consulta: 25/04/2020
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