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A los fines expositivos y, dada la conocida polisemia del término “derecho”, me limitaré, en esta oportunidad, a sólo tres de sus acepciones, según surge de la literatura jurídica al uso, a saber:
1) “derecho” en sentido objetivo, es decir, el derecho como conjunto o sistema de normas;
2) “derecho” en sentido subjetivo, esto es, como facultad individual (o colectiva), reconocida o concedida por el derecho objetivo;
3) “derecho” como ciencia o conocimiento científico del derecho, que incluye en su objeto gnoseológico los aspectos objetivo y subjetivo del derecho recién mencionados.
Por cierto que, quienes identifican, inexcusablemente y en última instancia, un orden jurídico con un orden justo (Mouchet y Zorraquín Becú, 1978), si bien entienden el derecho consubstanciado con la justicia, en rigor, no agregan una nueva acepción de dicho término, sino que integran la justicia con el concepto de “orden jurídico”, de modo que esta concepción del derecho encuadra en el ítem 1, antes referido, aunque aclarando que un “derecho” injusto, no sería -propiamente- derecho.
Con anterioridad (Condomí, 2020a), para evitar la ambigüedad semántica del término “derecho”, he propuesto limitar su aplicación al denominado “derecho subjetivo” -o “facultad jurídica”-, reservando la expresión “orden jurídico” (u “orden jurídico positivo”) al llamado “derecho objetivo”, e incorporar al léxico el vocablo “jurística” para referirse a la ciencia jurídica. “Jurística” rinde tributo al experto en Derecho internacional privado y filósofo del derecho Werner Goldschmidt, quien adoptara el término introducido por Lévy-Bruhl.).
Ello, con una salvedad: por “derecho subjetivo” -o “facultad”- aludo, en lógica deóntica, al modulador propio del ámbito normativo –en la especie, jurídico–, denominado facultativo (F), de modo tal que se reconoce un derecho en cabeza de alguien, en la medida en que éste puede (P), como puede no (P ¬), ejercer la facultad concedida o reconocida por el orden jurídico, sin consecuencias a este respecto; siendo: F = P ∧ P ¬, entonces: Fp ↔ (Pp ∧ P ¬p), de modo que, de una ecuación cuyo segundo término constituye una conjunción, pasamos a un bicondicional cuyo segundo término es también dicha conjunción; siendo “p” una conducta cualquiera.
Una de las cuestiones –entre tantas– que se siguen debatiendo en esta materia, se refiere al “status” ontológico de la ciencia jurídica o jurística. En efecto, con criterio analítico, se distingue entre ciencias formales, ciencias fácticas y ciencias normativas; nuestra disciplina, por supuesto, se ubicaría en esta última categoría (Alchourrón y Bulygin, 1993).
Frente a la demostración racional, traducida en prueba formal, propia de las ciencias formales, por un lado, y la explicación causal de las ciencias empíricas, por el otro, se erigirían las ciencias normativas (derecho, ética) aportando, como explicación racional (elemento común a todas las ciencias) la justificación normativa, consistente en determinar la calificación deóntica de una conducta ‘p’, dada (obligatoria -Op-, prohibida -Vp-, permitida -Pp-, facultativa -Fp-), conforme a un sistema normativo de referencia. No obstante, los autores mencionados, aun cuando la ciencia jurídica no pueda catalogarse como ciencia empírica o ciencia formal, propugnan aprovechar los avances gnoseológicos y metodológicos de disciplinas más desarrolladas; así, p. ej., los aportes de la lógica deóntica o normativa, serian prueba de ello.
Por mi parte, he manifestado con anterioridad (Condomí, 2018a) que, [dada ] “la posibilidad epistemológica del derecho…su ubicación en el cuadro de las ciencias existente resulta, en principio, problemática, no tanto porque se dificulte su encuadre, sino porque es susceptible de ubicarse en más de una de las categorías al uso”; de allí, la “localización ‘multiposicional’ y compleja del derecho como ciencia”.
Se da, en tal sentido, una suerte de “ubicuidad epistemológica” que impide al analista jurídico conformarse con atribuir a la jurística un emplazamiento único en la taxonomía del conocimiento científico. Estas cuestiones, como es sabido, encierran inquietudes epistemológicas y, con ellas, también ontológicas, metodológicas y pragmáticas, tal su ámbito multidimensional; en particular, la cuestión ontológica se ocupa de dilucidar qué tipo de objetos o entidades estudia una disciplina determinada (Klimovsky y Boido, 2005) -en nuestro caso, la jurística-.
Ocurre que, si, conforme a la clasificación citada en el párrafo anterior, las ciencias fácticas operan con objetos concretos (cosas, hechos) y las ciencias formales lo hacen con objetos conceptuales (constructos -Bunge, 1997-), entonces ¿qué tipo de objetos estudian las ciencias normativas -jurídicas, en la especie-?; pues, si, como se sostiene, “la ciencia jurídica no puede clasificarse sin más como una ciencia empírica, y mucho menos aún como una ciencia formal” (Alchourrón y Bulygin, 1993), ¿cuál es, en rigor, la “naturaleza” de tales objetos, o sea, en qué consisten?
En efecto, a través de una primera óptica, ‘normativista’, podrían identificarse conceptualmente tales objetos o entidades con, precisamente, normas o enunciados normativos -en sentido genérico-. Esta opción presenta algunas cuestiones problemáticas: a) ¿bajo qué condiciones podemos afirmar que nos encontramos en presencia de una norma jurídica; b) aun así ¿en qué consiste una tal norma, es decir, qué tipo de objeto es?; y, en todo caso ¿resulta acertado identificar “derecho” con un conjunto de normas?
Respecto del primer punto, se ha debatido qué características debe presentar un enunciado de derecho (Alchourrón y Bulygin, op. cit.) para ser considerado una norma jurídica. Como es sabido, Hans Kelsen (1950) afirma, enfáticamente, que el derecho -en esencia el orden jurídico, es un orden coactivo -es decir, que impone sanciones-; no obstante, reconoce la existencia de normas “incompletas” (Kelsen, 1971) o “no independientes” (Kelsen. 1982) que, aun no resultando sancionadoras, están en “conexión orgánica” o “esencial” con verdaderas normas de ese tipo (Condomí, 2021a).
Cuanto menos, es posible distinguir entre normas dispositivas (que incluye todo enunciado de derecho que no determine una sanción, en particular aquéllas que sólo califican deónticamente una conducta, o definen conceptos jurídicos, p. ej.) y normas coactivas -que imponen sanciones-.
Con respecto al segundo interrogante, en una primera aproximación epistemológica, los objetos pueden clasificarse, básicamente, en materiales y conceptuales(Bunge, 1997) y, siendo que una norma/enunciado, en tanto objeto, no constituye una cosa concreta, entonces, sólo quedaría ubicarla, taxonómicamente, en la categoría de ‘objeto conceptual’, es decir, un constructo, conforme al criterio taxonómico aludido.
En este sentido, p. ej. Cossio (1963), quien sostiene una filosofía jurídica existencialista- fenomenológica, concibe la norma jurídica como el pensamiento de una conducta, un “deber ser” lógico, con referencia a un “deber ser” existencial. La conclusión del autor de la teoría egológica del derecho es que éste consiste en “conducta compartida” o “conducta en interferencia intersubjetiva -tesis que ha levantado las más encendidas críticas, por cierto-; sin embargo, creo que la clave de tal posición radica en la distinción que dicho jurista establece entre regulación de la conducta, que da pie a la clásica definición del derecho como norma de conducta, y conducta regulada, de lo que resulta la definición de Cossio, precisamente, como conducta regulada; en tanto tal, el derecho sería un objeto cultural.
La tercera cuestión -el derecho como conjunto de normas- recibe el respaldo de la mayoría de los autores, no sólo de iuspositivistas, sino también de iusnaturalistas; ello así de momento que ambas posturas teóricas basan sus tesis en “principios y normas” a partir de los cuales podrían deducirse soluciones para (¿todos?) los casos sub-examen; sea que los puntos de partida consten en enunciados “puestos” o “impuestos” en virtud de autoridad habilitada por el propio orden jurídico positivo, o en evidencias de la “naturaleza de las cosas” o derivadas de la “razón humana”.
Sea como fuere, queda claro que las normas, los principios, las reglas -y sus excepciones-, están formulados en enunciadosoenunciaciones, esto es, secuencias de palabras con semántica, sintaxis y pragmática propias: conformaciones ligüísticas con algún significado estructurado con valor comunicativo (Diccionario RAE, voz: “enunciado”). Siendo así, no se ve cómo el derecho pueda consistir en palabras, ya que cuando hablamos de “derecho” nos estamos refiriendo a un objeto que estriba en algo más que meros enunciados, distinto a éstos. Existen razones lingüísticas y extra-lingüísticas que se oponen a una visión reduccionista del derecho como conjunto de normas.
Lo primero, porque las normas, en tanto enunciados prescriptivos, configuran expresiones lingüísticas que refieren a algo: en tal sentido, debe distinguirse entre ‘la expresión’ y lo expresado. Así, es posible diferenciar un estándar jurígeno de un instituto jurídico: tanto la Constitución Nacional, como una ley o una sentencia judicial, constituyen estándares jurígenos, esto es, elementos jurídicos tangibles instituidos en fuentes de derecho, en las que constan institutos jurídicos, es decir, elementos intangibles de derecho; de la fuente mana agua, pero la fuente en sí no es agua.
Lo segundo, porque las normas, portadoras de institutos jurídicos, se suponen aplicables a ciertas relaciones y situaciones sociales, en todo caso, conductas jurídicamente relevantes ejercidas u omitidas en sociedad, o sea, en un ámbito pluri-subjetivo (Condomí, 2022a). Este aspecto excede el abordaje epistemológico estrictamente normativo, es decir, formal-analítico, y exige del operador jurídico un enfoque extra-normativo con perspectiva social. Por cierto, tal enfoque incumbe, en primer término, al productor de normas generales (constituyente, legislador) pero, también, a otros operadores tales como jueces o juristas, en la medida en que sus tareas se hallan insertas en un medio que exige tener en cuenta “la peculiaridad de la realidad de la vida que nos rodea y en la cual nos hallamos inmersos” (Weber, 1994).
Toda estructura de dominación imperante en una sociedad determinada, se compone de una cierta estratificación social, una estructura de poder y una ideología que la sustenta (Agulla, 1984) y el ordenamiento jurídico positivo tendería a mantener un cierto statu quo que asegure la regularidad de las conductas jurídicamente relevantes (la ‘seguridad jurídica’): se habla, entonces, del control social ejercido a través del derecho.
Respecto de la sociedad nacional (Estado-Nación), tal estructura de dominación verifica una estratificación social clasista(aunque puede perfilarse una estratificación por status ocupacionales), una estructura de poder burocrática y una ideología liberal (Agulla, 1984); el orden jurídico positivo propendría a mantener tales circunstancias, al menos en lo esencial; piénsese, por ejemplo, que, frente a la posibilidad establecida en el art. 30 de la Constitución Nacional Argentina autorizando su propia reforma “en el todo”, se alza la doctrina de las mencionadas “cláusulas pétreas” (o “contenidos pétreos”), en cuya virtud ciertos principios se consideran “inamovibles”, no susceptibles de modificación o sustitución.
Sin duda, más allá de enfoques netamente sociológicos, cabe mencionar la postura sostenida por las denominadas teorías criticas del derecho;en particular, aquellas corrientes de raigambre latinoamericana, cuyo surgimiento parece obedecer a ciertosfactores socio-políticos desencadenantes de peculiares características (Cárcova, 2009). En esta línea de pensamiento, se define “derecho”, como “una práctica social específica, de naturaleza discursiva, en la que están expresados históricamente los conflictos, los acuerdos y las tensiones de los grupos sociales que actúan en una formación económico social determinada” (Álvarez Gardiol, 2009), citando la definición recién transcripta, perteneciente a Lucía M. Aseff-, el mismo destaca la “intensa preocupación por el discurso del poder” que tal concepción del derecho como “práctica social” demuestra.
Entre las tesis básicas de la teoría crítica del derecho, en esta vertiente continental (según la nomenclatura indicada por Álvarez Gardiol en la obra citada), se encuentra la referida a distintos niveles del discurso jurídico, en tanto productor y producto, a la vez, de sentido social, como estrategia de distribución o consolidación del poder (Aseff, 1998), debiendo distinguirse entre un nivel superior, ocupado por los productores de normas -órganos sociales, instituciones, funcionarios públicos- autorizados por el propio discurso jurídico; un nivel intermedio, de los operadores jurídicos “no oficiales” y las teorías y elaboraciones doctrinarias-, en que se asegura la efectividad práctica del derecho; y un tercer nivel, “especular de los anteriores”, de los súbditos, usuarios, etc., alejado notoriamente de los niveles anteriores, objeto de creencias, mitos y ficciones producidos por esos niveles (Entelman, 1991); esto, usualmente, con la “colaboración” de grupos mediáticos que, bajo el pretexto de fundarse sobre un supuesto “sentido común”, coadyuvarían a la conformación de la opinión pública, bajo cuya invocación suelen cometerse no pocas tropelías discursivas; tal sentido común, a guisa de un saber practognótico, inmediato, “a la mano”, compite, no pocas veces, con el conocimiento elaborado, reflexivo y generalmente acumulativo del derecho, dotado, precisamente, de sentido jurídico(Condomí, 2017).
A este último respecto, desde la ciencia sociológica -y, en particular, desde la sociología del conocimiento-, se reconoce que todo miembro de una sociedad “funciona” como tal, sobre la base de algún conocimiento adquirido en el seno de la misma y en virtud de la convivencia con sus pares; pero, advierte Chinoy (1983) que:
“Semejante conocimiento de ‘sentido común’ puede llegar a ser, sin embargo, un obstáculo para la investigación científica, ya que ello conduce algunas veces a los hombres a establecer supuestos discutibles sobre la conducta humana, a interpretar sus hallazgos de acuerdo con sus opiniones y preferencias, en vez de atenerse a los hechos o a la lógica, e incluso a desacreditar la estricta necesidad del estudio sociológico. La tendencia a considerar como natural lo que es difuso o convencional en la propia sociedad de uno mismo… constituye un grave obstáculo para la objetividad científica”; [y agrega este autor que] “la sociología se ocupa frecuentemente de cosas que son familiares a los hombres, y sobre las cuales poseen éstos ciertos conocimiento de ‘sentido común’ [razón por la cual] dicha disciplina ha sido tachada algunas veces de ciencia de lo obvio”.
Ciertamente, estas reflexiones aplican sin esfuerzo en materia jurídica, dada la índole social de la misma, siendo que, ningún operador jurídico -desde el constituyente hasta el simple particular en dicha función- puede cumplir acabadamente su tarea, ignorando o dejando de lado, el medio comunitario del que emerge y sobre el que ha de operar. En estos términos, toda operatoria en la materia no puede prescindir de las pautas técnicas propias del derecho, mal que le pese al susodicho “sentido común”.
Con todo, queda claro que, aun desestimando el criterio normativista que ubica al derecho, con carácter exclusivo, en el orden jurídico positivo -entendido éste, precisamente, como un conjunto de normas de esa índole-, las tesis con enfoque crítico no pueden obviar la referencia al concepto genérico de ordenamiento jurídico y, en su caso, a uno o más ordenamientos positivos en particular. Ello así por, al menos, tres razones determinadas, a saber:
1) las notas que caracterizarían al derecho, en cuanto fuere objeto de críticas, sólo pueden verificarse a partir del concepto genérico de orden jurídico;
2) en particular, en la medida en que un orden jurídico positivo se consubstancia con aquella “práctica social discursiva” referida, dicho orden se constituye él mismo, ineluctablemente, en objeto de cuestionamientos, en los términos de las tesis críticas del derecho;
3) en todo caso, el cambio o transformación de la “realidad” jurídico-normativa en algún supuesto en particular, deberá reflejarse en el orden positivo correspondiente, que fuera objeto de las críticas tendentes a tal cambio o transformación. Vale la pena explicitar estas razones:
1) la reflexión vale tanto para referirse a una postura iuspositivista, cuanto a una iusnaturalista, de momento que ambos enfoques, como se dijo, parten de cierto orden normativo, sea que éste haya sido “puesto” por el legislador o que se lo haga derivar de la “naturaleza de las cosas o de la razón humana” (Alchourrón y Bulygin, op. cit.);
2) inevitablemente, las impugnaciones que las corrientes críticas le dirijan al ‘statu quo’ jurídico, no pueden prescindir del ordenamiento positivo vigente, expresión normativa inherente -como se dijo- a la “práctica social discursiva” en que el derecho -según ellas- consiste; a pesar de -o, mejor aún, precisamente debido a-las “opacidades”, “apariencias”, “simbolismos” y/o “ficciones” que se le atribuyen (Aseff, loc. cit.);
3) en consecuencia, toda modificación o cambio propuesto, en concreto, desde las posiciones críticas, ha de tener en consideración, tanto el orden normativo positivo, como el entorno del cual surge y al que sirve, en términos de las derivaciones propias de las normativas vigentes, ordenamiento condicionado por ese entorno, sobre el que, al mismo tiempo, impacta (Condomí, 1998-3).
Ocurre que el derecho presenta -parafraseando el discurso lingüístico- aspectos “semántico”, “sintáctico” y “pragmático”. El primer aspecto está referido a ciertas conductas jurídicamente relevantes(Condomí, 2022a), objeto de regulación; respecto del segundo, el ordenamiento normativo, en particular, requiere guardar cierta coherencia interna que lo haga estructuralmente idóneo; a su turno, el aspecto pragmático remite a los productos (prácticos) del derecho, propios de una tecnología jurídica; en tal sentido y en especial, me he referido, con anterioridad (Condomí, 2000-2) a la tarea judicial vista desde la tecno-ciencia jurídica, siendo que su actividad de intérprete y aplicador de las normas generales, pivotando sobre las elaboraciones teóricas que provee la jurística -sin perjuicio del aporte que el propio bagaje cognoscitivo del juez, en la materia de su competencia, pueda abastecer-, resulta en piezas jurídicas concretas (productos) en el tratamiento y solución de casos individuales.
De tal modo, si bien los aspectos “semántico” y “sintáctico” del derecho -con particular referencia, claro está, a la normativa positiva- le suministran significación -por su referencia a las conductas jurídicamente relevantes afectadas- y cohesión -por la congruencia del discurso estructurado que lo configura-, éstas no son sino la base conceptual (la norma no es sino el pensamiento de una conducta, sostiene Cossio, según hemos recordado más arriba) sobre la cual se elaboran las concreciones resultantes de la práctica jurídica, en particular, p. ej., una sentencia judicial, un acto administrativo determinado, un contrato, etc.
A propósito, cabe destacar que, ciertos productos “originarios” del discurso jurídico, como lo son las normas generales (una ley, p. ej.), no pierden se carácter de tales ni dejan de servir al aspecto pragmático del derecho tal como viene enunciado, de momento que: 1) la producción de una norma general está sujeta a ciertas pautas, de forma y de contenido, establecidas en estándares jurígenos de orden superior que conservan los aspectos genéricos antes aludidos; 2) en todo caso, una norma general a la par de presentar una semántica y una sintaxis propia, tiende, asimismo, a alguna finalidad que impacte en el entorno social al que afecta, circunstancia que opera en el terreno pragmático del derecho.
De tal manera, cualquier postura gnoseológica “crítica” ha de tener siempre presente el orden jurídico vigente y referir sus cuestionamientos al mismo tal como éste está configurado; no podrá prescindir de él, dado que, en términos de un positivismo inevitable, no me imagino que alguien pueda actuar y, en particular, juzgar “conforme a derecho”, con la sola invocación de un debate contrapuesto a la normativa legal en vigor -un supuesto que, ciertamente, puede resultar en una posición ‘contra legem’-, sin efecto jurídico concreto dentro del ordenamiento positivo aludido; en todo caso, las argumentaciones críticas podrán servir, eventualmente, para coadyuvar en futuros cambios al interior del mismo.
En una de sus más significativas obras de divulgación científica, Isaac Asimov (1986) dice:
“La curiosidad, el imperativo deseo de conocer, no es una característica de la materia inanimada. Tampoco lo es de algunas formas de organismos vivos, a los que, por este motivo, apenas podemos considerar vivos…Sin embargo, en el esquema de la vida, algunos organismos no tardaron en desarrollar ciertos movimientos independientes. Esto significó un gran avance en el control de su medio ambiente” (el énfasis en la cita, me pertenece).
En este contexto, “medio ambiente” significa naturaleza y, probablemente, el denominado “derecho natural” radique su origen en las limitaciones que el medio natural impone al hombre primitivo, en la medida en que tales imposiciones -dado el precario nivel de desarrollo de las potencialidades del ser humano- se imputen a las fuerzas de la naturaleza personificadas y deificadas (Asimov, op. cit.); esto es, en virtud del animismoatribuidoal primitivismo al que se refiere Kelsen (1950). Con anterioridad (Condomí, 2018b) me he referido a este respecto, en estos términos:
“En un estado originario, donde ‘todo está permitido’, no tendría sentido calificar jurídicamente las conductas humanas (en tal estado, las únicas ‘obligaciones’ y ‘prohibiciones’ surgen de la relación desigual ‘hombre-naturaleza’, es decir, del vínculo asimétrico entre las ‘potencialidades’ –latentes- humanas y las ‘posibilidades’ –mezquinas- del medio; de ahí que, en ese mundo reciente, en el que no hay aún autoridad humana que imponga deberes, las únicas limitaciones que pesan sobre la especie y sus potencialidades, las establece la naturaleza en que ella se desenvuelve y de la que aún parece formar parte; de ese modo, sin demasiado esfuerzo racional, este hombre incipiente habrá asumido aquellas limitaciones naturales como debidas, ‘impuestas’ así por el medio, como obligaciones y prohibiciones respecto de determinados comportamientos: he allí una pseudo-manifestación del ‘derecho natural’ previo, incluso, a la creencia en un ser divino”.
Ahora bien, superado el estado originario del “colectivo” y del “colectivismo”, y tras el surgimiento del “individuo” y del “individualismo”, en la medida en que es posible desdoblar el yo actuante del yo “pensante”, en cuya virtud el yo se piensa a sí mismo, es posible, al mismo tiempo, “descubrir” al otro a partir del yo, es decir: “hay otros, a mi alrededor, que no son yo”; de tal modo, “los otros” pasan a integrar mi entorno, son parte de mi entorno. En estos términos, el control de medio ambiente -antes, únicamente naturaleza- incluirá el control de los otros: emerge, así, el control social.
Institucionalmente, dicho control social remite, en particular, al orden normativo jurídico positivo aunque, por cierto, no es éste el único mecanismo socialmente disponible. A este respecto, sostiene Felipe Fucito (1989):
“Puede estimarse que la sociología del derecho es parte, dentro de la sociología general, de una sociología del control social. Si éste es un conjunto de modelos normativos que permiten a los miembros de la sociedad resolver o mitigar una parte de los conflictos que existen en la misma (se parte de la idea según la cual la resolución total de los conflictos sociales, correspondiente a un estado de equilibrio eunómico, es por definición ajeno a la vida misma), hay tantas clases de control social como escalas de valores encamadas en normas, puedan existir.
De este modo, hay un control social religioso y mágico, moral, jurídico, ético, a través de las costumbres (y de los prejuicios), de las normas que rigen la práctica económica, a través de la opinión pública; todos ellos coexisten, no son tipos históricos, ya que si bien puede registrarse la aparición del fenómeno jurídico como norma escrita con alguna aproximación, no es posible identificar cuándo aparece el “derecho" en el sentido que le da la sociología del derecho, desvinculado del Estado. Tampoco puede suponerse la inexistencia de los otros tipos de control social en las sociedades modernas”.
Dicho ordenamiento positivo, “puesto” o “implantado” por mano humana, presenta, también, un carácter predominantemente limitativo de la autonomía personal, mediante la imposición de deberes de índole jurídica (prohibiciones y obligaciones), bajo el marco de una estructura de dominación dada, como queda dicho. La imposición de tales limitaciones “justifican” la existencia del orden jurídico positivo:
“Un sistema normativo implica la intención de regular, encauzar, definir límites…los órdenes normativos reales…sólo ofrecen utilidad cuando prohíben y porque prohíben” (Echave, Urquijo y Guibourg, 1988).
El orden jurídico positivo constituye la expresión normativa del control social ejercido bajo una estructura de dominación determinada; el orden jurídico positivo realiza normativamente el control social así ejercido.
Como es sabido, Hans Kelsen (1950, cit.) señala que el derecho es una técnica social especifica, tendiente a motivar la observancia de determinadas conductas, garantizada por la amenaza del uso de la fuerza en tanto orden social coactivo organizado. Este autor, al referirse a la noción del Estado como dominación, entendida ésta como una relación de mando y obediencia, sostiene que:
“la dominación es legítima sólo en caso de que se realice en concordancia con un orden jurídico cuya validez es presupuesta por los individuos que en aquélla intervienen, y este orden es el orden jurídico de la comunidad cuyo órgano es el ‘gobernante del Estado’…[tal dominación] preséntase a sí misma como creación y ejecución del orden jurídico” (Kelsen, 1950).
En estos términos, la aludida “relación de dominación” se identifica con el derecho positivo, el que, a su turno, aprehende las conductas jurídicamente relevantes, regulándolas en aras del mentado control social. Pero, por cierto, este “poder del derecho” al que alude Kelsen (1950, cit.), entendido como la eficacia del orden jurídico (el ‘deber’), como un todo, “en el terreno de lo real” (el ‘ser’), no excluye la intervención de “otros” poderes no necesariamente jurídicos -al menos desde un punto de vista formal-. En efecto, nadie ignora que, en toda sociedad y en todo tiempo, operan “poderes” detrás -y, a veces, a pesar de- “el Poder” formalmente institucionalizado; particularmente, el poder económico o, si se quiere, político-económico, no pocas veces subrepticiamente encaramados al Poder formal. La dinámica propia del sistema democrático posibilita la alternancia, en el Poder institucionalizado, de distintas fuerzas políticas partidarias que responden a grupos de intereses que, eventualmente, devienen en grupos de presión actuando sobre el Poder formal a fin de “imponer sus aspiraciones o reivindicaciones e influyendo en sus decisiones -en particular, de política económica- (Ves Losada, 1975).
He señalado con anterioridad (Condomí, 2021b) que Rudolf Clausius escoge el término “entropía” (‘entropie’, ‘entropy’) -dada su similitud con “energía” (‘energie’, energy’)- para referirse:
“a ciertas fluctuaciones crecientes en el flujo 'térmico' (el campo de estudio de CLAUSIUS) en cuya virtud, en el proceso de conversión de una energía en otra (mecánica a térmica mediante fricción, p. ej.), siempre se pierde algo de energía; este proceso se corresponde con la "Ley de No conservación de la Entropía" (Segunda ley de la Termodinámica)… Clausius determinó que la 'entropía' del universo (Suniv) siempre tiende a crecer, esto es, el cambio neto de entropía del universo es mayor que cero: dSuniv > 0”.
La entropía resulta, así, una magnitud física cuya unidad de medida, en el ámbito termodinámico, es: cal/°C, que refleja, en todo caso, una "tendencia natural de las cosas de ir hacia el desorden", es decir, de "acercarse al estado caótico (Schrödinger, 1996); ello así, siendo que BOLTZMANN había propuesto y demostrado que la Segunda Ley implicaba el 'envejecimiento' creciente del universo, la entropía devenía, así, en una medida del desorden (Guillen, 1999).
No obstante, en un sistema abierto, de flujo e intercambio en ambas direcciones (sistema-entorno, entorno-sistema), el mismo alcanza el estado de estabilidad merced a la acción de la denominada entropía negativa o neguentropía (al que Schroedinger expresa como “energía libre”), de la cual el sistema “se alimenta para compensar el aumento de entropía que produce…manteniendo así un nivel estacionario y suficientemente bajo de entropía” (Schrödinger, 1996, cit.).
Esta inversión del curso de la entropía opera en tanto el sistema constituye una “organización productora de sí”, es decir, una organización que se produce a partir de la reorganización permanente, donde la entropía se mantiene estacionaria gracias a la actividad constante de dicha organización en tal sentido (Morin, 1993).
Con referencia al entorno social humano, puede afirmarse que, en tanto la “energía” que mantiene su cohesión y funcionamiento también tiende a descender -en virtud de la entropía ‘social’- el orden jurídico positivo aportaría la energía necesaria para lograr la persistencia del medio comunitario, manteniendo "la estabilidad entre las distintas fuerzas sociales que interactúan en una comunidad" (Robles Farías S/f), las que suelen representar y sostener intereses diversos y aun contrapuestos entre sí; la energía así disipada y, al mismo tiempo, compensada por el derecho (objetivo), dan cuenta de la entropía (positiva), y de la entropía negativa o neguentropía, respectivamente.
Claro está que, en tal sentido, el orden jurídico -según la línea de ideas que viene exponiéndose- no es el único factor neguentrópico que provee estabilidad al medio social; éste, globalmente, está sustentado en un cierto ordenamiento, genéricamente denominado “social”, del que forma parte el orden jurídico en particular. Esto quiere decir que, por cierto, además del derecho (objetivo), existen otros mecanismos de motivación de la conducta en sociedad que coadyuvan al mantenimiento del sistema comunitario, según se consignara en el punto 5.- de este trabajo. Sin embargo y especialmente en las sociedades modernas, el derecho como factor de control social asume una posición preponderante, atento a su nivel de organización e institucionalización y, en suma, su positividad (Condomí, 1999).
El derecho, como factor de provisión de neguentropía o entropía negativa en el sistema social, como un todo, al ingresar “orden” en éste, puede, al menos colateral y paradójicamente, “perturbar” el sistema jurídico positivo vigente, en la medida en que introduzca en él, nuevos derechos -o nuevas modalidades significativas de ellos-, siendo que, como he sostenido con anterioridad, los derechos subjetivos exceden el orden jurídico positivo, de momento que:
“El orden normativo –derecho objetivo- está interesado, primordialmente, en la imposición de mandatos y prohibiciones, regulando conductas humanas como jurídicamente debidas; esto es, imponiendo deberes de acción u omisión que limitan la libertad individual en sociedad; los derechos subjetivos –y, en su caso, las meras facultades- determinados expresa o tácitamente, en cierto sentido exorbitan el ámbito propio del orden jurídico, al comprender conductas no limitadas por éste, sin perjuicio de referirse, al mismo tiempo, a conductas ajenas entendidas en términos de deberes correlativos” (Condomí, 2018c).
Al mismo tiempo -y ésta es la idea “estándar”, digamos- se supone que, con cada nueva innovación -o modificación significativa, como se dijo-, se infunde en el medio -del que emerge y al que sirve el orden jurídico positivo, como quedó dicho- un orden renovado o regenerado, en términos de neguentropía como factor de reorganización y estabilización constantes del sistema social respectivo. En este sentido, ciertas “derivaciones” de la normativa jurídica, pueden operar en función de la entropía negativa sustentadora del entorno afectado por ella; tales derivaciones, en que se materializa dicha neguentropía, refieren a la eficacia y a la performatividad de las normas vigentes.
En efecto, la “eficacia” de la norma implica el acatamiento por su destinatario y/o su aplicación por el órgano competente; a su vez, la “performatividad” de una normativa determinada se refiere a la consecución de los fines tenidos en cuenta al emitirla, es decir, a la realización efectiva (‘performance’) de tales fines en el entorno social, en la medida en que ella sea atribuida al “rendimiento” concreto de la/s norma/s aludida/s (Condomí, 1998-3).
Edgar Morin (1998) cita tres principios básicos del pensamiento complejo, a saber: 1) el principio dialógico; 2) el principio derecursividad; 3) el principio hologramático.
El primero, según entiendo, es una derivación del principio dialéctico ‘de contradicción’ -en sentido material-, o ‘de unión y lucha de los contrarios’. En efecto, sostiene Morin que “el principio dialógico nos permite mantener la dualidad en el seno de la unidad. Asocia dos términos a la vez complementarios y antagonistas” (el énfasis en la cita, me pertenece); sostiene, dicho autor, el vínculo dialógico entre orden y desorden, “enemigos” pero, al mismo y en ciertos casos, “colaborativos” entre sí, productores de organización y complejidad (‘unitas multiplex’).
Según el principio dialéctico de “contradicción” o “de unión y lucha de los contrarios”, la conciencia ha de reflejar las contradicciones ínsitas de la realidad objetiva, natural y social, desdoblando el objeto de pensamiento en sus aspectos contrarios aunque complementarios -pero no el pensamiento en sí mismo (contradicción lógica) -Condomí, 2022a-. Tal circunstancia constituiría “la fuerza motriz del desarrollo” (Yajot, s./f.), no obstante estar referido a acontecimientos simultáneos que se mantienen en acción recíproca, y en una visión “ortodoxa” del materialismo dialéctico, tales contrarios se encuentran en lucha incesante, situación que debe ser resuelta mediante un “salto que pone fin a la unidad de los contrarios” (Yajot, cit.), mediante la sustitución de un estadio, natural o social, por otro; ello así por dos razones: 1) cada uno de los “contrarios” aspira a ocupar una posición dominante respecto del otro; 2) los principios sustentados por los contrarios “vencen”, pero no concilian.
A su turno, en perspectiva dialógica, sería posible mantener esa unidad en la diversidad, esa “unitas multiplex”: una “complexión”, “la pluralidad en lo uno” (Morin, 1993). En principio, este criterio parece convenir más a la convivencia democrática, si se garantiza el libre juego de posturas, opiniones y recambio institucional, particularmente cuando los estándares constitucionales habilitan su propia modificación en términos amplios, como ocurre, por ejemplo, con la Constitución de la Nación Argentina, que dispone que ella puede ser reformada en todo o en parte, sin límites explícitamente establecidos, en tanto se siga el procedimiento calificado que prevé a tal efecto, como se indicó en el punto 4.1 del presente.
El principio de recursividad (o de recursividad organizacional), radica en la idea general de lo que podría llamarse secuencia simultánea, “causa-efecto-causa”, o “productor-producto-productor”. Por cierto, “secuencia” implica continuidad, sucesión, o sea: orden temporal; por su parte, “simultáneo” es tanto como “juntamente con”, “al mismo tiempo que”; en estos términos, “secuencia simultánea” parece sugerir una contraposición entre los términos que componen la expresión. Pero, en el ámbito del pensamiento complejo, es común valerse de conceptos que parecen desafiar la lógica tradicional bivalente (Morin, 1992).
En tal sentido, en la esfera “ántropo-social” se dice que “los individuos producen la sociedad que produce los individuos”, siendo la idea recursiva la que rompe con el criterio unilineal de causa-efecto, productor-producto, estructura-superestructura (Morin, 1998); ello, merced a un así denominado bucle recursivo, el que queda definido como “el proceso en el que los efectos o productos al mismo tiempo son causantes y productores del proceso mismo y en el que los estados finales son necesarios para la generación de los estados iniciales” (Morin, 1994).
Llevado al terreno jurídico, el principio bien podría traducirse como que “el orden produce la norma que produce el orden”, aunque -siempre en materia jurídica- podría aducirse también que, inversamente, “la norma produce el orden que produce la norma”, según cuál sea el punto de mira -el sistema jurídico como totalidad o la norma como elemento integrante- desde el que se parte en el análisis del derecho; en efecto, en general se define un concepto de norma jurídica y luego se considera el orden o sistema jurídico como un conjunto de ellas (la mayoría de las definiciones de “derecho objetivo” considera a éste como un conjunto de normas jurídicas); o bien, partir del sistema normativo para individualizar los enunciados -entre ellos, normas propiamente dichas- que lo componen (Alchourrón y Bulygin, 1993). Sea como fuere, esta dualidad conceptual parece remitir al viejo acertijo retórico del “huevo o la gallina”: la norma o el sistema.
Desde la complejidad de la ‘unitas multiplex’ parece evitarse la problemática, aunque Morin (1994, cit.) asevera que “la gallina contiene al huevo que contiene a la gallina”; pero, se ha opinado -con buen criterio, según entiendo- que parece más probable, en un momento inicial, encontrarse con un huevo (un simple célula, a fin de cuentas) que con una gallina completa. También en términos ántropo-sociales -que incluye lo jurídico, claro está-, el propio Morin se refiere a las primeras prohibiciones e inducciones familiares (normas, en definitiva) a través de las cuales “el todo entra en nosotros” (Morin, 1998, cit.); y, asimismo, debe considerarse que ese ‘todo normativo’ que constituye el orden social -incluyendo al orden jurídico en particular- comienza, en etapas iniciales, por incipientes deberes (prohibiciones y obligaciones establecidos en normas) impuestos por alguna autoridad comunitaria reconocida. Con base en lo expuesto, puede ubicarse este principio de recursividad en una fase nomo-dinámica del derecho.
El principio hologramático también puede plantearse en términos del “todo y la parte”. Se dice, en tal sentido, que “el todo está en la parte que está en el todo” y que “no solamente la parte está en el todo, sino que el todo está en la parte”, como superación del reduccionismo gnoseológico -que sólo ve las partes- y del holismo -que sólo ve el todo-: el conocimiento de las partes enriquece el conocimiento del todo, y viceversa (Morin, 1998, cit.).
En materia jurídica, pueden parafrasearse tales afirmaciones: “el orden jurídico está en la norma que está en el orden” y “la norma jurídica está en el orden que está en la norma”. La aplicación de este principio, en un aspecto referido al vínculo ‘orden jurídico-norma’, puede explicar, a partir del engrama o inscripción del todo normativo en sus partes, el criterio kelseniano -recordado en el punto 3. de este trabajo- que sostiene la integración de normas “propiamente dichas” -es decir, sancionatorias- con normas incompletas o no independientes enunciados dispositivos con enunciados deónticos y con enunciados de mera relevancia normativa (Condomí, 2021c), que pone el acento en la totalidad del sistema normativo. Asimismo, sirve de marco a la conformación del encuadre normativo global del caso, en términos del grupo normativo expresamente invocado por el operador jurídico de turno (Condomí, 2020b) y su integración con el campo normativo, conjunto de normas complemento de aquél, no explícito pero también operante en la solución del caso (Condomí, 2021d).
También podemos referir este principio a la relación existente entre norma y conducta. En este sentido, puede emitirse el enunciado según el cual “la norma está en la conducta que está en la norma”, pero, al mismo tiempo, puede constatarse que “la conducta está en la norma que está en la conducta”. Si bien ambos enunciados referidos al primer aspecto (‘orden jurídico-norma’) apuntan a la consubstanciación entre el todo normativo y sus partes, el primero de ellos remite a la incidencia de la norma sobre la conducta, reconduciendo a aquélla; en tanto que el segundo, hace lo propio respecto de la conducta sobre la norma reenviando a la primera.
Finalmente, , en otro sentido, Morin (1994) enuncia: “la parte podría ser más o menos apta para regenerar el todo”; esta afirmación compete, ante todo, al mundo físico (el holograma, en el cual cada uno de sus puntos contiene, aproximadamente, la imagen del todo) y al biológico (Morin llama “maravilla hologramática” al huevo de gallina “a partir del cual se forma todo el ser”; cada neurona, como cualquier otra célula, contiene la información genética del organismo todo). En materia jurídica, si bien a partir de una norma no es posible “reconstruir” el todo que la contiene, no obstante, si determinamos un “grupo normativo básico”, núcleo o alfa, de un sistema jurídico global, puede obtenerse una pauta genérica que, cuando menos, fundamenta el resto de la normativa vigente (Condomí, 2021e); también puede realizarse una tarea similar con algún sector o rama del sistema total, como intenté demostrar respecto del derecho del consumo en particular (Condomí, 2015).
Sostiene Morin (1998, cit.) que “la idea hologramática, está ligada, ella misma, a la idea recursiva que está, ella misma, ligada a la idea dialógica de la que partimos”.
Resulta ilustrativo, en tal sentido, el tratamiento que Kelsen (1950, cit.) -siguiendo, en lo pertinente a Max Planck- da al conflicto “derecho estatal vs. derecho internacional”, en cuanto a la primacía excluyente de cada uno -en versión “monista”- ya que ofrece, según entiendo- una oportunidad de situar la problemática desde un antagonismo/convivencia (dialógica) de ambas posturas, pasando por el criterio que se adopte -el derecho estatal ligitimando al derecho internacional, o viceversa- (recursividad), hasta desembocar, conceptualmente, en “el todo que está en la parte” -esto es: el derecho estatal incluye al derecho internacional, o viceversa- (principio hologramático), según cuál sea el sistema de referencia (Kelsen, 1950) por el que opta el observados.
En suma, tal como he sugerido en un trabajo anterior, que cuenta ya con algunos años de publicado (Condomí, 1996):
“parece llegada la hora de enfrentarse con nueva óptica a la complejidad que el fenómeno “derecho” encierra en sí para, re-pensándolo… investigar las múltiples variables conexas e interactuantes que operan en su ámbito. Y ello, atendiendo particularmente, a las consecuencias que en el terreno de la práctica jurídica, pueden derivar de nuevos enfoques en el estudio de nuestra materia”.
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