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Historial de actualizaciones: 05/10/2020, 07/01/2021
En el año 2000 Gary Ewing se adentró en una tienda de golf californiana. Después de esconderse tres palos de golf (valorados en casi 400$ cada uno) en los pantalones, se dispuso a abandonar el local.
Desgraciadamente para él, su actuación fue apercibida por un empleado de la tienda, que inmediatamente avisó a la policía.
Gary Ewing, por intentar robar tres palos de golf, fue condenado a 25 años de cárcel.
La conocida sentencia Ewing v. California (2003) nos ilustra un claro ejemplo de lo que debemos entender como una pena preventiva, en tanto que su objetivo es la inocuización de quien no ha moderado su conducta ante puniciones anteriores (sobre la agravante de reincidencia, por cierto, tenemos un artículo).
Efectivamente, Ewing acarreaba un historial de pequeñas fechorías, y este no era precisamente breve. El castigo californiano, por tanto, tenía que frenar la predisposición delictiva del condenado.
Esto es lo que llamamos una teoría consecuencialista o preventiva, cuya base (aunque se haya intentado negar en alguna ocasión) es, en esencia, utilitarista o benthamiana: a través de la imposición de un mal (el castigo), evitamos un mayor sufrimiento a la población en su conjunto.
Ahora veremos qué significa todo esto para el retribucionismo penal.
Podrá parecer extraño que para hablar de retribucionismo tengamos que hablar, primero, de preventismo.
No es un modo de proceder estrictamente necesario, pero creemos que ayuda a entender mejor en qué contexto, y a raíz de qué, surge (o, al menos, cobra fuerza) el retribucionismo.
Una de las características de la sociedad y Estado precontemporáneos es la imposición de penas de gran gravedad.
Ello responde a una filosofía de naturaleza preventiva: se usa al delincuente como ejemplo, esto es, se enseña a la comunidad criminal qué le ocurrirá si sigue por el mismo camino.
Por tanto, se imponen penas excesivas, desproporcionadas, y se espera así lograr que la criminalidad se reduzca (y, probablemente, satisfacer oscuros deseos de sadismo). Criticar o alabar este modo de actuar no entra en el objeto de este artículo.
Lo que nos interesa: se trata de una época de largas y horríficas torturas, que aplica la pena de muerte para el delito más absurdo, y que mantiene a la sociedad carcelaria en un estado dantesco.
Un joven Cesare Beccaria, en su obra «De los delitos y de las penas» (1764), y John Howard, con «La situación de las prisiones en Inglaterra y Gales» (1777), denuncian este deplorable panorama. Del sheriff británico ya hemos hablado en alguna ocasión, y lo mismo se puede decir del jurista milanés. Nos permitimos, sin embargo, una brevísima explicación:
a) C. Beccaria aboga por una imposición de penas guiada por la proporcionalidad y la utilidad. En palabras suyas, «todo acto de autoridad de hombre a hombre que no se derive de la absoluta necesidad, es tiránico» (Beccaria, 2015).
b) J. Howard es introducido porque su visión reformista, que se dirige hacia un aumento de las garantías en las prisiones, choca con los estándares sociales del momento y da un impulso a las ideas de corte garantista.
Para Jiménez de Asúa, estas dos figuras, junto con J. P. Marat, son revolucionarias: «censuran lo existente, procuran destruir lo ya caduco»(Asúa, 1990, p. 38).
Dicho esto, es a Emmanuel Kant («La metafísica de las costumbres», 1797) y a Friedrich Hegel («Líneas básicas de la Filosofía del Derecho», 1821) a quienes se debe estudiar para entender la fórmula retribucionista.Pero ahora vayamos a lo que, quizás, debería haber sido el comienzo de esta entrada:
Las teorías retributivas o absolutas sostienen que si un hombre ha hecho mal, es correcto y justo que sufra por ello. Puesto que la pena es un fin en sí mismo, y no un medio para lograr otro fin (Lozano, 2007, p. 147), esta premisa se aplica incluso si el sufrimiento no acarrea ningún bien (McTaggart, 1896).
La finalidad de la pena se halla en el ideal de justicia (según Kant) o en el restablecimiento del Derecho (según Hegel). A la práctica, ello se traduce en penas parejas al daño causado. Esto es, se impone al criminal un castigo merecido, de la misma entidad que el mal hecho.
Para Kant, la ley penal es un «imperativo categórico». La justificación del castigo estatal viene dada por una verdad, un «valor absoluto anterior al hombre»: la justicia.
Reprocha, por tanto, que se «instrumentalice» a las personas, que sean empleadas como medios para alcanzar un fin (lo cual sería propio de la escuela preventiva). De Kant:
«Si perece la justicia carece ya de valor que vivan hombres sobre la tierra»
Es casi obligatorio mencionar el conocido ejemplo de la isla de Kant:
«Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consentimiento de todos sus miembros (por ejemplo, decidiera disgregarse y diseminarse por todo el mundo el pueblo que vive en una isla), antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel» (Migliardi, 2011).
El libre albedrío y la dignidad humana cobran un papel fundamental en la teoría retributiva.
El criminal es un ser como cualquier otro que, pudiendo haber hecho bien, decide hacer mal. Si respetamos la dignidad del delincuente, no lo podemos usar como una herramienta y dirigir su castigo a finalidades preventivas.
Por el contrario, la pena impuesta debe contener una gravedad merecida o proporcional a los actos por él cometidos (Migliardi, 2011): solo así se habrá hecho justicia.
Si el uso de la libertad se traduce en un obstáculo a la libertad, se debe, a la vez, obstaculizar al acto que obstaculiza. El derecho puede y debe coaccionar a quien lo viola (Migliardi, 2011).
Para Hegel, en una línea similar —que no idéntica—, el malhechor «no deja de ser persona»: conserva sus derechos, lo que incluye el derecho a ser castigado. Cumplir esto último «honraría su dignidad» (Mizrahi, 2004).
Este pensador considera el delito como «un negativo», de forma que «el castigo es solamente negación de la negación» (Comba, 2016). Como se está negando un negativo, decimos que se regresa a un estado positivo, esto es, que se restablece el derecho.
Las menciones de Kant y Hegel valen para proveer una definición más o menos precisa de lo que se debe entender por retribucionismo. Lo siguiente permitirá ahondar en la cuestión:
Kant habla de la justicia como un valor supremo, absoluto.
Se ha sostenido que esta forma de argumentar se aleja de la realidad. La exposición del famoso alemán, efectivamente, se queda en el campo de la metafísica.
«Olvida», dice Migliardi, «que no se trata de una investigación teleológica o metafísica». Por el contrario, el empleo de la pena tiene lugar en un sistema social que resulta ser mucho más complejo.
Tal y como apunta Silva, en el Estado moderno liberal «no son de recibo fundamentaciones metafísicas del recurso a la pena» (Silva, 1992, p. 199).
Roxin no ha dejado de mostrar su parecer sobre este tema: asumiendo que el derecho penal tiene su raíz en necesidades sociales, no tiene sentido que se base en un principio metafísico, en lugar de tener como meta la coexistencia pacífica de todos los ciudadanos (Roxin, 1981, p. 47)
Se ha llegado a hablar de una suerte de «miopía axiológica», a saber, que el retribucionismo adolece de falta de visión cuando se centra única y exclusivamente en un solo valor (la justicia). Asume que la justificación de la pena «es un asunto relativamente unidimensional».
Una asunción que se puede tachar, con relativa facilidad, de errónea: existen otros valores igual o más importantes.
Rawls, por ejemplo, hablaría de la verdad, de la elegancia, de la belleza y de la profundidad.
Debe concluirse con que la vida real es mucho más compleja, y que la simplificación retribucionista no «captura» todos los posibles escenarios (Zaibert, 2015).
Se está de acuerdo en que la pena es la aplicación de un mal sobre alguien.
Dejando a un lado la cuestión —aquí trabajada— acerca de la legitimación de mentado mal, debemos preguntarnos, también: ¿debe la pena, necesariamente, involucrar sufrimiento?
A diferencia de lo que pueda parecer, esta pregunta es perfectamente pertinente en esta entrada. El retribucionista defiende que debe existir una pena, y que esta debe equivaler al mal causado.
Por el contrario, los abolicionistas no aprueban que exista castigo alguno y, los consecuencialistas, a pesar de que a veces pueden solicitar una pena excesiva, también puede darse el caso de que no impongan ninguna consecuencia al delito (por ejemplo, si el delincuente no muestra ninguna peligrosidad).
Por tanto, ya que vamos a imponer un mal, nos debemos inquirir por qué esto debe ser así.
Según Hart, el castigo «debe implicar dolor» u «otras consecuencias desagradables». Castigar al delincuente con aquello que quiere (o sea, con una pena que no involucre mal alguno), es «una tontería» (Zaibert, 2019).
Por otro lado, bien podría sostenerse que a través de la imposición de un mal no se puede pretender que se haga el bien. Hacer sufrir al delincuente no le conducirá a tener un deseo de actuar «correctamente» (McTaggart, 1896).
Se ha mencionado, unas líneas antes, que uno de los pilares del retribucionismo es la libertad de actuación. Si se derrocase este elemento, la escuela analizada perdería todo sentido.
Como es de esperar, no faltan críticas sobre este punto. Y, de hecho, podría decirse que no van faltas de fundamento.
Debe ser señalada la falta de demostrabilidad, a nivel empírico, del libre albedrío. La conducta humana está o puede estar condicionada por factores «sociales, económicos y culturales». Ello por no mencionar los aportes más recientes de la neurociencia, que han llegado a demostrar, incluso, la falta de libertad del hombre. En esta línea argumental (falta de demostrabilidad) encontramos a Claus Roxin (Migliardi, 2011).
A este respecto, Mañalich ha remarcado que «la verdad del determinismo no obsta a la libertad de voluntad». Que el comportamiento llevado a cabo se halle determinado de forma previa, no se traduce en que no haya podido actuar de una forma distinta. Esta argumentación se engloba bajo el nombre de tesis compatibilista. El delincuente, entonces, «podría haber actuado de otro modo, si hubiese decidido actuar de otro modo» (Mañalich, 2007).
Según McTaggart, si tuviéramos en cuenta las circunstancias externas, no sería posible imponer pena alguna. Si se asume que no se goza de libre albedrío, nunca podríamos saber si un cambio en las circunstancias, en el último momento, podría haber impedido el crimen. En consecuencia, «nunca podríamos decir que fue su culpa» (McTaggart, 1896).
Roxin esgrime otro argumento en lo tocante a la libertad de voluntad. A su modo de ver, la cuestión de si el hombre es libre en su actuar o no, es ajena al derecho penal. Lo que verdaderamente interesa es «la exigencia jurídico-política» de que el Estado trate a sus ciudadanos como libres, «capaces de decidir autónoma y responsablemente» (Roxin, 1981, p. 60).
Si el Estado dejase de castigar aquellos delitos que la sociedad considerase injustos y merecedores de reproche, con toda seguridad perdería «credibilidad moral». Autores como Robinson insisten en el valor de este concepto.
La población tiene una idea muy bien definida acerca del grado de gravedad que deben tener las penas frente a determinados delitos. Por tanto, se reacciona negativamente cuando un castigo es inferior o superior al merecido (Robinson, 2015).
Creemos que esta tesis flaquea, ligeramente, en los casos más mediatizados (crimen organizado y delitos sexuales), para los que el pueblo suele reclamar penas exacerbadas.
Por lo general, sin embargo, no podemos negar la lógica inherente al razonamiento de Robinson. Volviendo al caso del inicio, es muy poco probable que alguien pueda considerar como proporcional la imposición de 25 años de cárcel por un pequeño robo (dejando a un lado si, en el plano preventivo, es justificable).
Dicho esto, no es irrelevante preguntarse por qué la credibilidad moral importa.
Un sistema que cuenta con la credibilidad de la población se ha ganado su «respeto y conformidad». Uno que no, magnetiza el efecto opuesto: «resistencia y subversión». Luego, interesa hacerse con el apoyo de la sociedad: quien presencia un delito, lo denunciará y cooperará con la policía; los agentes del orden, jueces y fiscales seguirán las normas legales, etc. En suma, el Estado contará con la asistencia de la ciudadanía (Robinson, 2015).
Robinson nos ha advertido de que un derecho penal exento de confianza puede llevar a consecuencias absolutamente indeseables como el «vigilantismo»: que la comunidad solucione los problemas con sus propios medios (entre otros problemas).
En resumen: a mayor credibilidad moral, mayor eficacia en el control del delito (Robinson, 2015).
Se debe tratar al criminal como un ser moral, con independencia de la inmoralidad de sus actos. Cuando castigamos para dar ejemplo, arguye Hegel, nos comportamos como el hombre que alecciona a su perro a base de palos (McTaggart, 1896). Esta postura va en la línea de lo ya expuesto acerca del derecho del malhechor a ser castigado. Lo siguiente pretende ahondar más en esta idea.
Existe una diferencia esencial entre los posicionamientos de Kant y Hegel. De hecho, se ha llegado a afirmar que la justificación que este último da a la pena ni siquiera es de base retributiva, sino «restitutiva» (Mizrahi, 2004; McTaggart, 1896). La distinción se halla en que mientras Kant alude al bien superior de la justicia, y que el castigo está orientado a la obtención de la misma; Hegel busca el reconocimiento de la naturaleza «racional y moral» del criminal (McTaggart, 1896). De ahí el ejemplo del perro.
La pena sirve al objetivo de lograr que el criminal se arrepienta de su crimen. El sufrimiento que conlleva permite el crecimiento del delincuente, luego «no tenemos ningún derecho a denegársela» (McTaggart, 1896). La primera impresión que uno se lleva con este enunciado es que es una forma de «prevención a través de la retribución», o que el retribucionismo, en realidad, no es ajeno a todo fin social (Silva, 1992).
No obstante, el tipo de reformismo que defiende Hegel difiere del consecuencialista. La prevención busca «arreglar» el delincuente con la ejecución de la pena. El retribucionismo —hegeliano— ve la reforma en la pena en sí misma (McTaggart, 1896).
Hallamos el siguiente razonamiento, perteneciente a John McTaggart, de sumo interés. Si se inflige el castigo, dice, de forma indistinta a la moral, el criminal no se arrepentirá. Es más: la punición le parecerá injusta, se lo tomará como un deber y se sentirá como un «mártir».
Sin embargo (McTaggart, 1896):
Si el ciudadano «entiende que la autoridad que le castiga expresa, y tiene el derecho de expresar, la ley moral, su actitud será muy distinta».
Según este idealista inglés, «puedes ignorar una pregunta, pero no puedes ignorar un castigo». Cuando optamos por quebrantar lo que sabemos que se condena, estamos ignorando una pregunta «incontestable»: «¿Por qué en este caso no practicas lo que predicas?»
En Estados Unidos, por ejemplo, se predica la libertad del hombre mientras mantienen miles de esclavos. El autor nos pone este ejemplo y nos pide que lo apliquemos al caso individual, y así llegaremos a la conclusión recién expuesta (McTaggart, 1896).
John McTaggart, después de exponer su forma de concebir el pensamiento de Hegel, acaba concluyendo con que hay demasiado pocos casos en los que el reproche moral tenga una incidencia real (McTaggart, 1896).
Roxin también apunta que, en muchas ocasiones, la pena solo constituye un «riesgo adicional» o un medio para obtener comida y abrigo: «el derecho penal no puede servir para moralizar y realizar la justicia divina» (Migliardi, 2011).
Aunque pueda parecer contradictorio, aclaramos que el castigo, para Hegel, busca restablecer el derecho, y no mejorar al delincuente. Sobre ello incidimos en el siguiente apartado:
Como íbamos diciendo, el delito manifiesta el rechazo del delincuente a la persona lesionada como sujeto de derechos, «y con ello, a la comunidad jurídica en su conjunto». Con la pena, «se devuelve» la negación al criminal, y se restablece la situación original (Mizrahi, 2004).
Esta forma de ver ha sido criticada en dos sentidos:
1) No se puede verificar que ocasionar un mal compense una lesión.
2) El mal causado con la pena se suma al causado por el delito.
La retribución del castigo o la realización de la justicia exigen que la pena impuesta se corresponda al mal causado. De esta forma se introduce el concepto del merecimiento: el criminal no puede ser castigado ni más ni menos de lo que se merece.
Con el objeto de introducir el concepto de culpabilidad en esta fórmula, podemos decir: el criminal debe ser castigado atendiendo a la culpabilidad que tenga en relación con el hecho lesivo.
Una de las herencias más beneficiosas del retribucionismo penal es, precisamente, la noción de la proporcionalidad. Actualmente, a pesar de que la Constitución Española reconozca finalidades preventivas (normalmente, o incluso siempre, ajenas a la proporcionalidad), la proporcionalidad es uno de los principios rectores del Código Penal español.
A este respecto, es necesario preguntarse cómo definimos qué es lo merecido. De hecho, ha sido criticado que, en realidad, no quede claro cuál debe ser la magnitud del castigo. La explicación de Zaibert nos parece muy acertada: normalmente sí sabemos qué es lo que las personas merecen.
Es «fácil ver que la violación y el asesinato merecen castigos más severos que el exceso de velocidad o el fumar alguna droga ilegal» (Zaibert, 2019).
Se ha llegado a mantener que el Estado moderno, no teocrático, no tiene legitimidad para moralizar a la población a través del castigo (Zaibert, 2019).
«Why should the modern citizen regard the state as expressing the moral law?» (McTaggart, 1896).
Nos parece que la respuesta de Leo Zaibert es muy atinente: se trata de cuestiones diferentes. Es decir, el Estado puede ser «más o menos interventor», que ello no afecta a que el castigo sea merecido de acuerdo con los postulados retributivos (Zaibert, 2019).
La escuela retribucionista ha sido criticada por su semejanza, o incluso identidad, con la venganza. Efectivamente, los postulados de esta corriente pueden dar la impresión de que es una construcción intelectual cuyo objetivo real es la venganza encubierta.
Existe la posibilidad de que algún autor sienta una necesidad psicológica de que se lleve a cabo la venganza. Pero ello no quita valor a la tesis y, lo que es más importante: no creemos que esta teoría tenga un fundamento tan simple:
La venganza tiene lugar en el plano particular o inmediato. Quien se venga no está realizando una tarea retribucionista, en el sentido de que permite aumentar la credibilidad moral del Estado, expresar un reproche moral o restablecer el derecho. En realidad, está haciendo algo tan sencillo como generar una nueva lesión del derecho.
Luego, la única manera de restituir el derecho adecuadamente es por medio de una voluntad «objetiva y universal», que trascienda de la «particularidad» (Mizrahi, 2004; Mañalich, 2007).
¿Cómo imponemos una pena que equivalga al daño causado?
Este interrogante ya ha sido abarcado unas líneas antes, al cuestionar la dificultad de determinar qué debe considerarse «proporcional». Ello, sin duda, es un problema.
La pregunta formulada trata de abarcar una faceta más material, es decir, sobre cómo practicar el castigo estatal. Por ejemplo: Si una persona quita el ojo a otra, ¿la respuesta estatal debe ser, necesariamente, quitar el ojo al agresor? ¿O sería posible imponerle una pena cuya duración equivalga al daño causado?
Hay casos mucho más enrevesados. ¿Qué haríamos en los casos de violación? Por mencionar una complicación de entre muchas.
De ahí el siguiente apunte de Barbero Santos (1964): «El ius talionis (…) no puede tener un carácter de validez general». En muchos casos, dice, «es materialmente imposible su aplicación».
En pos de lograr un mayor entendimiento de esta entrada, sirva el siguiente esquema:
– Se debe contestar al acto lesivo con un acto igualmente dañoso.
– El acto con el que se contesta debe ser impuesto por el Estado, al expresar la voluntad general, y debe ser proporcional a la culpabilidad del criminal.
– El fundamento de esta premisa es el valor supremo de la justicia (Kant), o que negando la negación del derecho, se restablece el derecho (Hegel).
– Esto tiene sentido si se asume que el criminal actúa en uso de su libre albedrío.
– No castigar al criminal vulneraría su derecho a ser castigado y conculcaría su dignidad y honor.
– Con todo, el Estado obtiene credibilidad moral, y se puede lograr que el criminal aperciba lo inmoral de su conducta (pues la pena cumple también la función expresiva del reproche moral).
– Ninguno de estos elementos implica que la pena deje de ser un fin en sí misma.
Última revisión: 4 de mayo de 2020
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